miércoles, 16 de octubre de 2013

Del sujeto dividido a la lucha de clases: usos materialistas de la "no relación" en el psicoanálisis y en el marxismo


"Del sujeto dividido a la lucha de clases: usos materialistas de la "no relación" en el psicoanálisis y en el marxismo" 
Juan Domingo Sánchez Estop
(Madrid, 15 de marzo de 2011))

[Introducción: 1. Actualidad: revoluciones imprevistas e irrepresentables. 2. Masas y multitudes. 3. Freud y el comunismo. 4. Freud "reaccionario" y Los equívocos del freudo-marxismo . 5. Otro nexo entre marxismo y psicoanálisis (Lacan)]

1. La irrupción en la actualidad de un nuevo movimiento revolucionario que hoy recorre el mundo árabe, y que ya empieza a tener ecos en lugares tan alejados de éste como China o el Estado de Wisconsin, es un desafío a las categorías y saberes establecidos. Toda revolución lo es, en cuanto constituye un reto lanzado por lo imposible a la impotencia siempre expresada en lo posible. En primer lugar, la absoluta imprevisibilidad de los levantamientos constituye un desafío al materialismo histórico como sistema racional de determinación de formas de causalidad social e histórica. No es la primera vez que esto ocurre, pues ya Gramsci afirmaba en un famoso artículo de L'Unità que la revolución rusa de 1917 se hizo « contra El Capital », esto es en ruptura con el determinismo de matriz económica que el marxismo mayoritario ha creido reconocer en la obra mayor de Marx. En segundo lugar, es también un desafío a ciertas posiciones psicoanalíticas como la de Freud en la Psicología de las masas, pues los aparentemente espontáneos movimientos de multitudes que se están produciendo poco tienen que ver con una masa unificada y homogeneizada por un líder, objeto único de los los distintos individuos de la masa que han renunciado a su ideal del yo en su favor.

2. Lo que tenemos ante nuestros ojos no son estrictamente masas, sino multitudes, en las que cada singularidad se autoriza a sí misma y autoriza a otras a actuar. La diferencia entre masa y multitud resulta así patente: la masa es autorizada por un líder, la multitud puede autorizarse a sí misma, la masa es indiferenciada y serial, la multitud un conjunto abierto de diferencias. Lo que observamos también en esa multitud es el hecho, amargamente lamentado por cierta izquierda, de que no se atenga a las expectativas de un análisis de clase y no se vea dirigida por una vanguardia revolucionaria. La multitud plural que vemos actuar tiene, en efecto, un aspecto sociológicamente interclasista y se presta mal a la constitución de una representación especular del enfrentamiento de una clase con otra. La multitud sale de la lógica del Uno de la totalización y de la representación que funda la teoría política clásica de la modernidad occidental desde Hobbes, para afirmarse como conjunto difuso de singularidades que abre y mantiene abierto un espacio y un tiempo constituyentes. Sin embargo, tampoco la lógica binaria de la lucha de clases como enfrentamiento de intereses de clase contrapuestos le es aplicable. Tenemos así una revolución sin sujeto y sin líneas de frente (salvo allí donde, como en Libia, la reacción interior y exterior ha salvado las formas representativas imponiendo una dinámica de guerra civil).

Estas observaciones al hilo de la actualidad política dan cuenta de la perplejidad, tanto práctica como teórica, en que se ve envuelto en circunstancias como las actuales cierto marxismo tradicional que fundamenta su acción y su comprensión de la realidad en el determinismo económico y en la lógica del Uno y de la representación. La reacción de las izquierdas gubernamentales latinoamericanas ante la crisis árabe y, sobre todo, ante la insurrección libia es ejemplar a este respecto. Creemos, sin embargo que en el psicoanálisis y en la propia obra de Marx, se encuentran algunos elementos que permiten salir de esa perplejidad y con ella del estancamiento y la impotencia teórica y práctica que aquejan hoy a a la izquierda. En ese esfuerzo reconocemos como antecesores a Alain Badiou, Jacques Rancière y Jorge Alemán, tres de los pensadores que han intentado determinar un nuevo tipo de enlace entre la izquierda y el psicoanálisis lacaniano.

3. El encuentro entre el psicoanálisis y el marxismo tuvo desde el principio un carácter problemático. Para Freud el marxismo se presentaba como una variante del optimismo de las Luces, una ideología que aspiraba a la reconciliación universal y a una posible paz perpetua, tras la violenta resolución de las contradicciones del capitalismo.1 En otros términos, el comunismo se presentaba como un utópico estado de equilibrio homeostático en el cual el principio de placer realizaba sus objetivos a través de la mediación de un principio de realidad puesto a su servicio. « Los comunistas, sostiene Freud, creen haber encontrado la vía para librar al hombre del mal. El hombre es inequívocamente bueno, tiene buena intención hacia el prójimo, pero la institución de la propiedad privada ha corrompido su naturaleza .[...] Si se suprime la propiedad privada [...]la malevolencia y la hostilidad desaparecerán entre los hombres. Dado que todas las necesidades estarán satisfechas, nadie tendrá motivos para ver en el otro su enemigo; todos se someterán con entusiasmo al trabajo necesario » (Freud, Malestar en la cultura,V, (PUF, p. 55). Esta presunta solución económica es calificada por Freud como una « ilusión inconsistente », pues la supresión de la propiedad privada elimina sólo uno de los resortes de la agresión, pero no el más importante que no es sino la pervivencia necesaria de la pulsión de muerte como rasgo estructural del ser humano. La aspiración del marxismo a una sociedad unificada y coherente choca, efectivamente, con la irreductible división del sujeto que Freud pone de relieve, división que no es sólo la que distingue el yo y el ello, sino la que opone y articula las dos pulsiones fundamentales, eros y thanatos, pulsión erótica y pulsión de muerte. El descubrimiento de la pulsión de muerte, cuyas manifestaciones más evidentes son traídas a escena por la guerra de 1914-1918, pone fin en Freud al ensueño ilustrado de una sociedad definitivamente pacificada, pero sobre todo a la idea de que el objetivo del psicoanálisis pueda ser nunca alcanzar un sujeto coherente y normalizado. La violencia, la irreductible bestialidad humana resisten a toda civilización; son un dato esencial del ser humano que da cuenta de su lado destructivo. Tal vez esta constatación sin ilusiones, que se opone a los ideales de Paideia de la ética aristotélica y a todas las ilustraciones sucesivas sea lo que mejor protegió al psicoanálisis de la ola fascista que intentó restablecer por la violencia la coherencia perdida.

4. Desde una perspectiva « progresista », Freud aparece, sin embargo, como un reaccionario, un pesimista antropológico inclinado incluso algunas veces a apoyar fórmulas políticas autoritarias tal como hace en su respuesta a Einstein en ¿Por qué la guerra?. Su reconocimiento de la existencia de una pulsión destructiva en el hombre, de una pulsión de muerte, fue, como se sabe, uno de los aspectos de la obra del fundador más controvertidos para el psicoanálisis posterior a Freud, que se apresuró a hacer caso omiso de este descubrimiento en favor de fijarse como objetivo final de la cura un yo integrado y coherente, un yo « positivo » acorde con la economía del principio de placer articulado al principio de realidad y con la economía capitalista en general. En este rechazo de la pulsión de muerte, la corriente mayoritaria del psicoanálisis vino a coincidir con el freudomarxismo que reivindicaba el eros y el principio de placer como aspectos fundamentales de una personalidad sana e integrada. El reconocimiento de la pulsión de muerte como determinante fundamental del psiquismo va a contracorriente de la tendencia ilustrada y progresista en que se mueven tanto la ideología burguesa mayoritaria como la corriente progresista mayoritaria dentro del marxismo y el socialismo.

Con todo, la pulsión de muerte no es mera destrucción: su posible enlace con el eros, su inscripción dentro de un discurso que la limita es un elemento indispensable de la historicidad del ser humano. Frente al orden compacto de una sociedad dominada por los dos grandes consensos liberal-democrático y capitalista que definen, según los sucesores de Kojève, el fin de la historia, la pulsión de muerte y la irreductible división del sujeto que esta entraña introducen una cuña en la totalidad imaginaria del ego y de la sociedad, abriendo un espacio para el conflicto, el antagonismo y la política2. De lo que se trata, para Freud, pero también para un Marx liberado del marxismo es de pensar órdenes sociales marcados no ya por una vocación homeostática de eternidad, sino por su intrínseca finitud y mortalidad, por su división interna insuperable. Sólo en estas condiciones, es posible, en efecto, pensar la política. En esto, Marx y Freud están quizá mucho más de acuerdo de lo que parece en contra del marxismo mayoritario y del psicoanálisis de la IPA, pues Marx no ve en el comunismo el fin de la historia, sino su comienzo. Tanto en Marx como en Freud, de lo que se trata es de liberarse de la economía como mecanismo de equilibrio y de totalización imaginaria: sólo en un más allá de la economía es posible pensar la problemática y conflictiva libertad que corresponde al animal hablante.

5. Creemos posible un enlace no progresista ni económico entre psicoanálisis y marxismo, diferente del propuesto por unos freudomarxismos que defendieron, haciéndolo pasar por una transgresión, el imperativo de goce que domina nuestra sociedad. La verdadera transgresión, la única posible es la que rompe con la lógica económica centrada en una permanente promesa de satisfacción de los objetivos del principio de placer. Esta transgresión fundamental del principio de equilibrio que rige la economía tiene un nombre lacaniano: « non rapport sexuel », « no relación sexual ». Su correlato marxista es una concepción no imaginaria de la lucha de clases. Nos centraremos, por lo tanto en las dos « no relaciones » que estructuran al sujeto como sujeto dividido como perteneciente a uno u otro sexo y a la sociedad como escindida en y por la lucha de clases. Si queremos poner palabras a las dos tesis correspondientes, las podremos sintetizar en la fórmula lacaniana « no hay relación sexual » y en la fórmula que utiliza Marx en su carta a Weidemeyer: « la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado », en otros términos: « no hay relación social ». La aplicación de ambas fórmulas nos conducirá al reconocimiento de que la no relación reconocida por Lacan en cuanto a la sexualidad humana, también se aplica, si se lee adecuadamente la obra de Marx a la supuesta « relación social ». Por otra parte, veremos cómo la idea de dictadura del proletariado coincide con la desaparición con el proletariado como clase y no con su perpetuación a través de formas de representación del proletariado como totalidad. El proletariado nos aparece así como un « no-todo », un « pas-tout » que corresponde al lado femenino. Quizá allá que dar la razón y a la vez la vuelta , al menos en lo que se refiere a los tunecinos, al viejo proverbio xenófobo marroquí que afirmar que: « Los argelinos son perros, los tunecinos mujeres y los marroquíes leones. » En las últimas revoluciones las « mujeres » se están llevando la parte del león.



  1.  La no relación sexual

[1.Como principio básico del descubrimiento de Freud: el sentido del determinismo sexual.  2. El sujeto dividido por el lenguaje: animal loquens. 3. Lenguaje distinto de un aparato instintivo: ni naturalidad del lenguaje ni language instinct. La entrada en el lenguaje como ruptura. El Edipo, la castración y el nombre del Padre. 4. Significante y sujeto. 5. El falo como significante "común" a los dos sexos: la sexuación. No hay relación sexual. ]


1. El escándalo que supone la obra de Freud suele asociarse con el descubrimiento de la etiología sexual de las neurosis y con la tesis general de la determinación sexual de la actividad inconsciente. Este escándalo es, sin embargo, un escándalo menor, un escándalo que sólo afecta a ciertos tabúes morales del puritanismo decimonónico y que, hoy en gran medida, ha quedado neutralizado por la moral sexual permisiva de nuestras sociedades liberales. Ciertamente, el propio Freud, en un momento inicial, pudo tener la tentación de considerar que la cura de las neurosis podía consistir en una completa liberación sexual, que de lo que se trataba era de liberar el deseo a la manera de las contraculturas de los años 60. Esto es lo que aún se aprecia, por ejemplo, en su correspondencia con Fliess donde la etiología sexual de la neurosis se identifica con la mera represión sexual y se propone explícitamente como cura: « La única alternativa -según Freud, a la neurosis- sería la libre relación sexual entre jóvenes varones y mujeres de condición libre, pero esto sólo sería viable si existieran métodos contraceptivos inocuos. » (Cf.Freud a Fliess, Borrador B. Sobre la etiología delas neurosis). Este texto constituye un curioso punto de encuentro entre un mito de la contracultura y el paraíso islámico, pero, aunque se confunda con la primera y última palabra de Wilhelm Reich, dista de ser la última palabra de Freud sobre la sexualidad. El fundamento de la solución que propone tiene ciertamente que ver con la etiología sexual de las neurosis, pero parte como vemos del ideal de una relación sexual completa y satisfactoria, de una imaginaria complementariedad de los sexos en la madurez genital.

El problema de la determinación sexual de las neurosis y, más en general, del psiquismo humano tiene una dimensión más radical, que hace palidecer el pequeño escándalo moral de la supuesta liberación sexual, pues su punto de partida es el hecho clínicamente constatado de que no existe forma « normal » de la sexualidad humana. La sexualidad en el ser humano no obedece a la normalidad y la regularidad del instinto, sino que, como demuestran los Tres ensayos sobre la teoría sexual (1900) de Freud, es esencialmente perversa y aberrante desde el punto de vista de sus objetos y de sus objetivos de satisfacción. De ahí que Freud definiera al niño como « perverso polimorfo » y sostuviera que las formas aparentemente « naturales » de sexualidad resultan tan problemáticas como las llamadas « perversas ». De ahí su afirmación de que « la independencia de la elección de objeto respecto del sexo del objeto, la libertad de disponer indiferentemente de objetos masculinos o femeninos » es considerada por el psicoanálisis como « la base originaria a partir de la cual se desarrollan, tras una restricción en un sentido o en otro, el tipo normal así como el invertido. [...] Desde el punto de vista del psicoanálisis, por consiguiente, el interés sexual exclusivo del hombre por la mujer es también un problema que requiere explicación y no algo evidnete y que habría que atribuir a una atracción quílmica en su fundamento ». (Freud, Tres ensayos, Las aberraciones sexuales, nota añadida en 1915.). No existe, efectivamente, en el hombre una relación natural entre los dos sexos comparable a la complementariedad imaginaria que estos tienen en el mundo animal, donde, merced al instinto, puede decirse que ambos sexos « encajan », están en relación. Ciertamente, la especie humana llega a reproducirse y se producen las operaciones y combinaciones de material genético necesarias para ello, pero esto sólo ocurre a través de un proceso complejo y azaroso mediado por el lenguaje. La supuesta madurez genital de la sexualidad, que supuestamente culminaría una evolución desde formas de sexualidad perversas supuestamente « primitivas » o infantiles es más un ideal social -asumido y desarrollado por las tendencias psicoanalíticas de influencia norteamericana- que una realidad clínica o un objetivo posible de la cura. No existe en el animal hablante ni una norma ni una normalidad sexual que pueda determinarse y aun menos perseguirse.

3. Este apartamiento radical de toda economía instintiva está relacionado con el hecho de que el hombre es de manera no contingente, sino esencial, animal loquens. Este hecho ya constatado por Aristóteles y por buena parte de la tradición filosófica, tiene, sin embargo, un sentido particular en el psicoanálisis, pues el enlace que el psicoanálisis tematiza entre lenguaje y sexualidad hace perder al lenguaje todo carácter « natural ». A diferencia de lo que sostiene Aristóteles o de lo que afirman hoy los psicólogos cognitivistas defensores del « language instinct » como Steven Pinker, para el psicoanálisis lacaniano el lenguaje no es ningún equipamiento instintivo ni natural del ser humano. El lenguaje tiene poco que ver en el animal hablante con equipamientos instintivos tales como el sónar de los murciélagos caro a los teóricos del instinto lingüístico.

El ser humano entra en el orden del lenguaje, en el orden del significante, no a través de la maduración de una capacidad instintiva innata, sino mediante una ruptura típicamente ilustrada por el mito de Edipo, ruptura que representa también el abandono definitivo del instinto y de las necesidades animales. El animal hablante pasa así de la satisfacción inmediata, imaginaria, que le aporta la fusión con la madre, a una separación de esta motivada por la irrupción de la tercera persona del drama familiar infantil que es el Padre. El Padre representa a la vez la ley y el lenguaje: la ley que excluye la satisfacción inmediata y fusional, y el lenguaje que, simultáneamente, permite e impone que toda búsqueda de satisfacción se vea mediada por una demanda, por un enunciado verbal dirigido a otro. El fin de la relación fusional con la madre se denomina castración, pues castración no es sólo amenaza de ablación de un órgano físico como en la resolución clásica del conflicto edípico, sino « privación de la mujer », como en el mito del Padre de la horda. La castración, el corte, la ruptura por excelencia, es lo que determina el ingreso en el orden del significante y el abandono del orden instintivo y puramente imaginario. Esto trae consigo una pérdida irrecuperable. Por otra parte, el lenguaje nos permite e impone una demanda que siempre se queda corta en relación con el deseo. El deseo nunca renuncia al objeto perdido, pero el objeto perdido, a su vez, nunca es representable en la demanda, no puede simbolizarse en el lenguaje. Entre demanda y deseo queda siempre un resto irrepresentable que es la causa del deseo. Estrictamente, se trata de un objeto perdido, de una nada, de una carencia (un manque) que tiene estatuto de causa. De ahí que la cadena del deseo, « the train of desires », coextensiva con la propia vida según Hobbes, sea un proceso infinito en el cual, de un significante se pasa a otro dentro de una sucesión metonímica sin límites, movida por la reiteración de esa irremediable carencia.

Junto a esta cadena metonímica que se expresa en el deslizamiento de un significante a otro en el proceso infinito del deseo, tenemos un orden metafórico en el cual cada término pueden ser sustituido por otro. Es lo que en lingüística se ha llamado el orden paradigmático y que en el psicoanálisis lacaniano tiene una función inaugural, una función de ingreso en el orden del lenguaje, pues la metáfora inicial con la que el sujeto entra en el orden lingüístico no es otra que la metáfora paterna, el Nombre del Padre que sustituye al significante primordial, el falo, que no era inicialmente sino el significante del deseo de la madre. Esta sustitución constituye la castración simbólica. La relación al nombre del Padre será, por lo demás, esencial a la hora de constituir una realidad, un mundo con otros, a través del orden del significante. La completa exclusión del Nombre del Padre conduce a la psicosis, a la pérdida de una realidad que sólo existe para el animal hablante como tal realidad en tanto que simbolizada en la cadena significante.

4. La entrada en el orden del significante es también simultánea a la constitución del sujeto. El sujeto no preexiste al lenguaje, sino que, estrictamente es un efecto del lenguaje y más precisamente de la cadena significante. Por ello, no puede afirmarse que el lenguaje sea un instrumento de comunicación, un sistema de signos, pues un sistema de signos, de pares significante-significado, supone ya la existencia del sujeto que se vale de ellos para comunicarse con otros. La tesis lacaniana es en esto sumamente radical: lo que se tiene primordialmente en cuenta en el lenguaje no es el signo, sino el significante, esto es la materialidad del signo lingüístico saussureano. Lo que determina el surgimiento del sujeto como tal es el significante, siendo el significado un efecto del significante. La definición lacaniana del significante no parte del concepto de sujeto como ocurre con la de signo, sino de la relación entre significantes. Será, por consiguiente una dfinición o determinación indirecta. Un sujeto representa una cosa para otro sujeto mediante un signo; mientras que « un significante representa a un sujeto para otro significante ». La materialidad de la palabra, el significante separado del significado y puesto en posición de anterioridad respecto del significado, determina a un sujeto que, como el pueblo según el Leviatán de Hobbes, sólo puede ser en tanto que representado, que sólo existe como tal en y por su entrada en el orden del significante. Por otra parte, el significante es algo que siempre está en el lugar del Otro. Esto es algo que, incluso empíricamente puede comprobarse por el hecho de que venimos a un mundo en que existe siempre ya un lenguaje constituido, en el que se nos nombra. Las palabras que usamos son siempre las palabras del Otro que constituye el tesoro de los significantes. Esto hace que el sujeto, más que hablar « sea hablado » por la propia cadena significante. El sujeto no es el que habla, sino lo que es hablado, por un ello que es lo que realmente habla: « ça parle ».

5. Dentro de este contexto, la diferencia sexual, la sexuación, se plantea en Lacan, no en términos de diferencia fisiológica, sino de relación a un significante primordial, el falo. La particularidad de la sexualidad humana es que, a diferencia de la sexualidad animal regida por el instinto y la identificación imaginaria, está enteramente determinada por el lenguaje, por el orden significante en que habita el animal hablante. No hay en este plano del significante dos sexos orgánicamente definidos que se complementen, sino un sólo significante para los dos sexos: el falo. Como sostiene Lacan en un provocativo ejemplo que propone en RSI (p.106): « Le singe se masturbe, c'est bien connu! Et c'est en quoi il ressemble à l'homme, c'est bien certain! [...] La seule différence entre le singe et l'homme, c'est que le phallus ne consis­te pas moins chez lui en ce qu'il a de femelle qu'en ce qu'il a de dit mâle, un phallus, comme je l'ai illustré par cette brève vision de tout à l'heu­re, valant son absence.” El falo no es el pene, no es un órgano natural, sino un significante cuya fundamento es una propiedad del órgano viril: « El falo, afirma Lacan, es pensable como excluido »3, pues es « aislable en sus funciones de tumescencia y destumescencia ». Como significante es originariamente el significante del deseo de la madre, ese imposible falo materno que el niño viene a suplir a riesgo de su propia existencia como sujeto. El descubrimiento de la castración materna coincide con la amenaza paterna de castración dirigida al niño. El falo aparece así como algo separable, como un primer significante que puede estar o no estar, que el sujeto puede tener o no tener en una primera toma de distancia respecto de la naturaleza y lo orgánico. La relación de cada uno de los sexos al falo será distinta: uno lo tiene o hará como que lo tiene, y otro lo es o hará como que lo es, pero ambos sexos se determinarán como tales en relación exclusivamente al falo y al goce fálico. Esto determina el surgimiento de dos lógicas diferenciadas en la posición de cada uno de los sexos.

Para el lado masculino, tendremos una castración universal: todos los varones están castrados, con una excepción, la de al menos uno que no lo está. Existe al menos uno que no está castrado. Esta univrsalidad fundada en la excepción responde a la lógica de la función fálica fundada en la alternativa tener-no tener. El resultado es que, gracias a la excepción, se hace posible totalizar el conjunto de todos los hombres bajo una misma característica: la castración. La excepción en Lacan como en Carl Schmitt reafirma así la norma, confirma la regla. Del lado femenino, no puede decirse que la mujer, al no tener el falo, esté castrada. Por esta razón, no cabe excepción: no existe ninguna que no esté castrada. Esta frase puede leerse poniendo el énfasis y los paréntesis lógicos en distintos segmentos: « no existe ninguna que no (esté castrada) » o « no existe ninguna que (no esté castrada) ». En el primer caso tenemos que todas están castradas, lo que abre la posibilidad de una sexualidad fálica también para la mujer, pero también la de que no sea aplicable a ninguna la propiedad de « no estar castrada », lo que hace posible un tipo de goce distinto del fálico. En resumen, si puede hablarse de todos los hombres gracias a la castración, la no castración de la mujer no conduce a ninguna totalidad: las mujeres no son todas. Lo característico de la feminidad es el no-todo. Esto hace, que la relación a un mismo significante divida los sexos, pero de una manera no exhaustiva, pues, si bien estos son más de uno, ese más de uno no hace un dos, no constituye dos todos. Nos encontramos así con una falla que separa los sexos dentro de algo que jamás puede reconstituirse como un todo. No existe una relación formulable en términos de negación entre el hombre y la mujer que haga posible una negación de la negación. Si la mujer es el « no hombre », la negación del « no hombre » no da como resultado un retorno al hombre, sino una serie abierta. De ahí las fórmulas provocadoras de Lacan: No hay relación sexual o La mujer no existe y su manera de escribir La mujer con una barra sobre el artículo.

« El sexo es el destino » decía Freud. Aquí vemos cómo el destino es un destino infinito en el cual la dualidad no puede nunca conciliarse en uno, porque uno de sus dos términos no se atiene a la ley del Uno de la totalidad, sino a la del uno-a-uno o, más bien una-a-una. De este modo nos encontramos con una escisión incompleta y con un uno siempre fisurado. « No hay relación sexual » significa también no hay economía, ni ontología, no puede haber un orden del significante completo. La pulsión de muerte, el más allá del principio de placer, que no se detiene en ninguna satisfacción parcial impide todo equilibrio económico estable. Veamos ahora cómo la crítica de la economía política marxista encuentra también su fundamento en una escisión de los social análoga a la que acabamos de describir.


II. La no relación en el plano social

  1. Marx descubre el síntoma (Lacan). 2. Valor y explotación: la imposibilidad de una economía política. 3. Las clases como imposible "dualidad" (Marx, Althusser): dos no se concilian en uno. Un proletariado « femenino »

1. Afirma Lacan en varios momentos de su obra que Marx es el inventor del síntoma. Esta frase misteriosa se aclara cuando nos remitimos a la concepción lacaniana del síntoma como « retorno de la verdad como tal en la falla de un saber » (Lacan, Du sujet enfin en question, Ecrits I, p. 107). Marx es, en efecto quien cuestiona a la vez el saber absoluto de Hegel, « perturbando » los « ardides de la razón » y la coherencia de los equilibrios de la economía política obtenida por obra de la « mano invisible ». El descubrimiento de Marx es precisamente que el pretendido saber absoluto hegeliano o el equilibrio del mercado de los economistas sólo pueden presentarse como tales a costa de omitir las condiciones reales de existencia y las relaciones concretas y antagónicas de producción en que viven y producen los hombres reales. A la idea de un todo del saber o de la economía que funciona sin perturbaciones, Marx opondrá una determinación material y materialista de todo saber y una determinación de la propia existencia de la esfera económica por una relación antagónica fundamental. La crítica de Marx se ejerce así sobre las coherencias imaginarias postuladas por la ideología burguesa y sobre el pretendido saber en que estas se expresan, para abrir paso a una designación de lo real del antagonismo expresado en la lucha de clases. De ahí que Louis Althusser, paralelamente a Jacques Lacan reconociera en Marx lo que denomina una « lectura sintomal » de los clásicos de la economía política y de la filosofía, una lectura que « descubre lo no descubierto en el propio texto que lee, y lo refiere a otro texto, presente en el primero con una ausencia necesaria » (LA, LLC, I, 29).. La crítica es así lectura que se orienta a lo « invisible que se nos escapa como lapsus, ausencia, falta o síntoma teórico » (LLC, I, 27), esto es, lectura que se orienta a la verdad que se abre paso a través de la falla del saber. Esta falla del saber que hace imposible el funcionamiento del dispositivo teórico de la economía política y desrealiza su objeto, la supuesta esfera económica autorregulada, no es sino la abierta por la lucha de clases. La lucha de clases afectará en su mismo centro el proceso de producción del valor de cambio, pues toda producción de nuevo valor, de plusvalor es inseparable de la explotación de la fuerza de trabajo.

2. El elemento central de la crítica marxista de la economía política es como se sabe una crítica de la teoría del valor. La teoría del valor es fundamental en la obra de los economistas clásicos, pues a partir de ella se puede comprender la posibilidad de un intercambio generalizado de mercancías. El valor de cambio es, en efecto, esa propiedad de las mercancías que las hace intercambiables entre sí en proporciones determinadas, cualquiera que sea su naturaleza y sus características concretas. Para Marx, el trabajo socialmente necesario será la medida de todo valor de cambio. Ahora bien, el valor de cambio no surge de la nada. Para que exista en el mercado -y para realizarse como valor debe existir en el mercado- tiene que haberse producido. Su producción en el mercado mismo es imposible, pues, por definición, en el mercado sólo se intercambian equivalentes. Tendrá que haberse producido, por lo tanto fuera del mercado mediante la utilización de una mercancía particular capaz de producir valor. Tal mercancía es la fuerza de trabajo. Su utilización por el capitalista que la compra y la utiliza producirá nuevo valor, plusvalía que se realizará posteriormente en la venta de mercancías en que se incorpora el trabajo realizado con esa fuerza de trabajo integrada al capital.

Nos encontramos así en el núcleo mismo de la producción del valor de cambio con dos posiciones: la del capitalista, dueño del capital y del conjunto de los medios de producción y cuyo objetivo es aumentar el valor del capital que posee y el trabajador expropiado de los meidos de producción y que, para sobrevivir, debe vender su fuerza de trabajo como mercancía. La explotación capitalista es la victoria reiterada, la victoria estructural dentro del modo de producción capitalista de los capitalistas como calse sobre los trabajadores. La producción del valor se hace así indisociable de un antagonismo fundamental.
Lo que para Marx hará, en último término, imposible un sereno cálculo económico del valor es precisamente el hecho de que un acto violento, jurídicamente irrepresentable como es la explotación sirve de fundamento a toda creación de valor. Ese acto violento consistente en la apropiación por quienes poseen el capital de la plusvalía producida y por la consiguiente reproducción dentro del proceso mismo de producción de la expropiación del trabajador respecto de los medios de producción es la forma característica de la lucha de clases dentro del modo de producción capitalista. Por esa razón, Marx no reforma sobre una base más racional la economía política, sino que destituye enteramente a esa disciplina del carácter de ciencia y abre paso a una nueva concepción de la historia de las sociedades de clases como historia de las luchas de clases. No existe ni puede existir una economía marxista, pero ninguna concepción de la historia que no resulte disparatada puede prescindir hoy del punto de vista del materialismo histórico, esto es del punto de vista de la lucha de clases y de las relaciones de producción.

3. Esta afirmación debe sin embargo matizarse de inmediato, pues existen dos maneras de entender las luchas de clases y las relaciones de producción. Una de ellas es la de la economía política clásica la cual desde el Tableau économique de la France veía en las clases los distintos grupos a través de los cuales circulaba y entre los cuales se repartía el producto neto de la producción social. En este esquema las clases existen como realidades sociales en la circulación y reparto del producto aunque no tengan necesariamente que ver con su producción. Así, por ejemplo, en Quesnay, los campesinos, los terratenientes, los artesanos etc. Se reparten como clases de la sociedad un producto neto procedente del trabajo de la tierra. Del mismo modo en Adam Smith o en Ricardo, lo propietarios del capital y de la tierra y los trabajadores se definen como clases por su participación en el reparto de la riqueza. La gran originalidad de Marx consiste en haber desplazado el lugar de la definición de las clases de la distribución y reparto de la riqueza a su producción, que es indistinguible de la explotación. Este desplazamiento trastoca definitivamente la concepción de las clases, instalándolas en un ámbito de irreductible antagonismo. Efectivamente, cuando las clases se determinan en el proceso de distribución y circulación de la riqueza, la desigualdad entre estas puede verse como una « injusticia », como un reparto « injusto » de la riqueza social que es posible corregir mediante el derecho. De este modo, a pesar de las injusticias y conflictos de intereses, puede afirmarse que existe una sociedad y una relación social, un todo coherente que puede llegar a ser incluso armónico mediante la realización del derecho. Cuando, en cambio,las clases se definen dentro del proceso de producción-explotación-expropiación en que se produce el valor en el modo de producción capitalista, su antagonismo no puede verse como el resultado de una injusticia en el reparto de la riqueza. Desde este segundo punto de vista, el marxista, las clases no pueden ser entidades preexistentes a un enfrentamiento basado en diferencias de « intereses » como lo eran en la economía política, sino una realidad indisociable de ese propio enfrentamiento.

4. Louis Althusser afirmará a este respecto en su Respuesta a John Lewis que la lucha de clases no puede representarse como un partido de rugby con dos equipos preconstituidos antes del enfrentamiento. Las luchas de clases no son el enfrentamiento fortuito de dos grupos sociales que sus intereses dividen, sino el acto mismo, el enfrentamiento estructural y necesario, por el que se constituyen y reproducen estos mismos grupos sociales y en concreto las dos clases características del modo de producción capitalista. Retomando de nuevo los términos de Louis Althusser: la lucha de clases es anterior a las clases. Consecuencia de esta anterioridad de la lucha de clases a las propias clases será la imposibilidad de la relación social entendida como relación entre intereses más o menos comunes o más o menos conflicitivos de clases preexistentes. La sociedad no será así un todo coherente, sino una realidad internamente fisurada, pero la tesis de la prioridad de la lucha de clases sobre las clases tiene consecuencias sobre la consistencia de las propias clases, las cuales, si bien se presentan como dos en el esquema general del modo de producción capitalista, no llegan sin embargo a serlo enteramente. Lo que está en cuestión en la lucha de clases es, efectivamente, el poder que permite la apropiación-expropiación de los medios de producción. Ese poder desempeña un papel semejante al del falo en la sexuación: funciona como el significante común a las dos posiciones de clase. Por un lado están los capitalistas, grupo unificado por el hecho de no tener el poder político, de verse privado de él como sociedad civil, existiendo, sin embargo, al menos uno, el soberano que sí lo tiene. De este modo, puede comprenderse a la vez el carácter aparentemente apolítico del poder de clase capitalista y su coexistencia con un principio irrenunciable de soberanía. Por otra parte, tenemos al proletariado, privado por un lado del poder político, pero del que se puede decir que no hay ninguno que « no lo tenga ». El proletariado aparece así como una clase que puede tanto hacerse representar por un soberano (el Partido, nuevo Príncipe o el propio Estado burgués) o bien escapar a toda representación y ser multitud de la que no puede decirse que « no tiene el poder » y es capaz de autodeterminación más allá de la representación.

Ambas posiciones permiten pensar así más de una clase, pero no dos. El proletariado no constituye estrictamente la otra clase que hace dos junto a la burguesía, pues siempre presenta un suplemento irrepresentable que lo coloca del lado de lo que la filosofía política moderna denominaba multitud, lo de suyo irrepresentable. La imposibilidad de unificar, de totalizar bajo un uno al proletariado, impide que existan dos clases y que estas concilien sus intereses en un todo social, pues el lugar en que se articulan sus posiciones está fuera de lo simbolizable, en términos lacanianos sería « lo real » de la lucha de clases.

La posición de las clases en el registro de lo real en cuanto producto de su lucha tiene otra importante consecuencia expresada por Marx en su carta a Weidemeyer: la lucha de clases desemboca necesariamente en la dictadura del proletariado. Efectivamente, fuera del plano de la violencia que configura la dictadura de clase de la burguesía, todo esfuerzo por cambiar la realidad social de la explotación es rigurosamente impotente, pues allí sólo es posible la mediación de intereses sociales por el derecho o la contemplación consoladora de un todo económico o religioso. Lo imposible del fin del capitalismo sólo puede plantearse en el plano de lo real, en el plano de la lucha de clases y de la dictadura de clase. Cuando se trata de la dictadura del proletariado, se da, sin embargo una particularidad respecto de cualquier otra dictadura de clase. Como el proletariado se define exclusivamente por esa propiedad negativa que consiste en estar expropiado de los medios de producción y por no tener el poder necesario para apropiarse de ellos, el acto de apropiación del poder, el acto de dictadura que lo representase como clase debe necesariamente coincidir con su desaparición como tal clase. La dictadura del proletariado es la desaparición del proletariado y de la burguesía.

Conclusión
Este pequeño ejercicio lacaniano-marxista tiene un interés fundamental: mostrar que los intentos socialistas de mantener y perpetuar al proletariado una vez desaparecida -supuestamente la burguesía- ocultan necesariamente el mantenimiento de la burguesía bajo otra forma. Jacques Lacan calificó al socialismo soviético como una modificación del discurso del amo que caracteriza a la explotación capitalista. En esta nueva versión, el amo se ve sustituido por el saber aunque permanece debajo del saber, oculto, como su verdad. De este modo aparece un poder que es « todo saber » y que Lacan identifica con el discurso de la universidad. Todo esto parecería una simple abstracción de psicoanalistas, si el texto mismo de la intoducción de Stalin a la constitución soviética de 1936 no viniera literalmente a refrendarlo: « La clase de los terratenientes, como saben, ya ha sido eliminada como resultado de la victoriosa conclusión de la guerra civil. En cuanto a las demás clases explotadoras, han compartido la suerte de la clase de los terratenientes. La clase capitalista en la esfera de la industria ha dejado de existir. La clase de los « kulaks » en la esfera de la agricultura ha dejado de exisitir. Y los mercaderes y especuladores en la esfera del comercio han dejado de exisitir. De este modo, han sido eliminadas todas las clases explotadoras.
Queda la clase obrera.
Queda el campesinado.
Queda la intelligentsia. »
(Stalin, Sobre el proyecto de constitución de la URSS, 25 de noviembre de 1936)

La formulación empleada por Stalin coincide punto por punto con el discurso de la universidad lacaniano. El discurso de la universidad es una torsión del discurso del amo en la cual el amo es sustituido por el saber, aunque, por debajo del saber, en el lugar de la verdad, quien está siempre al acecho es el propio amo. Esto es lo que permite a Lacan criticar la revolución como una vuelta en redondo, una revolución en el sentido astronómico que desemboca en un cambio de amo. De lo que se trata en ese discurso es de representar al proletariado a través de un saber que lo evalúa, que valora la pertenencia a la clase de cada sujeto. Esto no abole, sin embargo, la irrepresentabilidad del proletariado como clase, lo cual queda representado en el matema del discurso de la universidad por el sujeto dividido, tachado por una barra, que se sitúa en el lugar de la producción. La irrepresentabilidad del proletariado es lo que lo constituye permanentemente en una clase al margen de las clases, al margen del reparto que constituye a las clases como elementos de la sociedad. En este sentido, los términos de Jacques Rancière que identifica la democracia con el gobierno de los que no son nadie y no tienen ninguna competencia ni título para gobernar y los de Marx, para quien la dictadura del proletariado es la conquista de la democracia vienen a coincidir.



1« Comme Freud rencontrait un jour un communiste ardent, ne se déclara-t-il pas – à la surprise de son entourage – « à moitié converti au bolchevisme » ? L’homme lui avait en effet annoncé que l’avènement de l’idéologie à laquelle il croyait amènerait quelques années de misère et de chaos, mais qu’elles seraient suivies de la paix universelle et de la prospérité générale. Sans le contredire, Freud lui avait alors répondu : « Eh bien, je crois pour ma part à la première moitié de ce programme. » » http://www.gerardmiller.fr/index.php/wilson/
2« Volonté de recommencer à nouveaux frais. Volonté d’Autre-chose, pour autant que« Les algériens sont des chiens, les tunisiens sont des femmes et les marocains sont des lions » tout peut être mis en cause à partir de la fonction du signifiant. Si tout ce qui est immanent ou implicite dans la chaîne des événements naturels peut être considéré comme soumis à une pulsion dite de mort, ce n’est que pour autant qu’il y a la chaîne signifiante. Il est en effet exigible en ce point de la pensée de Freud que ce dont il s’agit soit articulé comme pulsion de destruction, pour autant qu’elle met en cause tout ce qui existe. Mais elle est également volonté de création à partir de rien, volonté de recommencement ». J. Lacan, Le Séminaire, livre VII, L’éthique, Leçon du 4 mai 1960 . »

3Lacan, S XVII, L'envers de la psychanalyse, p.86

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