domingo, 27 de octubre de 2013

Sobre la huelga de educación y las tareas del futuro inmediato


Sobre la huelga de educación y las tareas del futuro inmediato.


Sobre los retos que tiene por delante la Marea Verde para pasar de una eficaz herramienta de expresión a una de contrapoder capaz de prolongarse, ampliarse y sobrevivir.

La huelga de la educación ha vuelto a ser un éxito. No solo ha parado en un elevado porcentaje la mayoría de los centros de enseñanza, sino que, para horror del gobierno, las camisetas verdes han vuelto a invadir las calles. El problema es que el éxito no basta. 
El éxito es el resultado de un encuentro puntual de fuerzas que toman cuerpo por un tiempo, pero lo hacen en el caso de una manifestación o de una huelga en el marco de una estructura altamente disipativa, una estructura que no dura y queda reabsorbida por las distintas corrientes de fuerzas que reproducen la normalidad social capitalista.
Una protesta, una reivindicación que no parta de una potencia propia y que solo unifique fuerzas frente a un enemigo juega en el terreno del enemigo, en su campo de fuerzas. Esto es posible y aún necesario para empezar, pero, por definición, no es una fórmula que permita vencer. Para vencer hay dos soluciones : o bien se liquida el campo de fuerzas del poder mediante una insurrección o una revolución, o bien se opta, como el pueblo judío en la Biblia, por el éxodo. Lo primero, un enfrentamiento social masivo con el régimen destinado a hacerlo caer, no parece un objetivo posible para un movimiento social sectorial como la Marea Verde.
Para alcanzar ese objetivo, las distintas Mareas, los distintos grupos que defienden a sectores agredidos por la deudocracia, tendrían que formar una enorme marea democrática capaz de dotarse de un programa político de ruptura. No estamos todavía en eso.
En los distintos sectores, y en concreto en la Marea Verde, tenemos que organizar nuestras propias bases en un movimiento provisional de éxodo que no es necesariamente incompatible con un momento insurreccional posterior, sino que lo prepara. Como sabía Mao Zedong, para que la guerra popular prolongada tenga posibilidades de éxito, no todo puede jugarse en el frente y aún menos nuestra propia consistencia como nueva organización de la sociedad (ordine nuovo, “orden nuevo”, decía Gramsci antes de que este término quedara secuestrado y prostituido por fuerzas oscuras). 
Carece de consistencia la voluntad abstracta que persigue un ideal sin haber realizado ya su deseo en su propia acción. Si queremos educación pública y otros servicios públicos, si queremos los bienes comunes necesarios para la vida civilizada, no podemos esperar  a que el Estado privatizador nos los regale: nuestro objetivo -incluso si fuerzas amigas llegan al gobierno- es neutralizar la acción privatizadora y expropiadora del Estado y constituir desde abajo un espacio público y unos servicios públicos no estatales.
El Estado no constituye lo común, en el mejor de los casos lo tutela y lo gestiona, en el peor se comporta como propietario de unos bienes que la sociedad le ha confiado, pero que no son suyos y puede en cualquier momento privatizarlos, robárselos a la sociedad. La única garantía de que esto no ocurra es que se disponga de bienes comunes al margen del Estado, que la propia sociedad desarrolle sus propios servicios públicos y tutele sus propios bienes comunes. Lo público y lo estatal no solo no coinciden, sino que, como vemos hoy, pueden entrar en abierta contradicción cuando el Estado en régimen neoliberal no solo es Estado propietario (como en la doctrina política y jurídica clásica) sino Estado empresario privado, Estado privatizado y privatizador. Sin una base social que constituya unos comunes ajenos  a todo control estatal, la batalla está perdida. Como afirma el maestro Althusser: "Hay que empezar por el comienzo" y este es siempre ya lo que queremos. Nos espera una larga marcha.
Lo primero es desobedecer la ley desde los propios centros y por todos los medios. Lo segundo luchar contra la privatización, por ejemplo poniendo a disposición manuales gratuitos. Tercero: hacer participar a padres, alumnos, gente del entorno en la gestión efectiva de los centros públicos. Todo esto dentro del Estado. Fuera (si existe ese "fuera") organizar todo un sistema cooperativo de enseñanza y de apoyo a la enseñanza y a la educación popular. 
No es nada revolucionario (o tal vez sí, pero no utópico): se trata de lo que ya hacía el movimiento obrero a finales del XIX y principios del XX con las casas del pueblo, los ateneos libertarios, etc. Hay ya en marcha muchas iniciativas de este tipo, cada una de ellas con características propias, desde la cooperativa Artefakte de Barcelona, que publica libros e imparte cursos muy interesantes y de excelente nivel, hasta la Universidad Popular de Ciempozuelos, pasando por una amplia red de centros sociales, centros culturales alternativos, entre los que figura el de Móstoles junto a otros muchos de la periferia madrileña, buenos periódicos alternativos como Voces de Pradillo, etc., etc. Esto no quita que haya que ganar las elecciones (hoy día, en Europa occidental, pero también en la propia América Latina, la insurrección popular tiene un inevitable momento electoral) y participar en instancias de gobierno a todos los niveles, en la perspectiva de frenar al Estado privado-privatizador y, de apoyar desde los poderes públicos los medios y marcos de empoderamiento social ya existentes. 
El comunismo no es para un lejano porvenir, sino una necesidad vital del hoy y se va construyendo ya mismo. Los capitalistas lo han entendido mejor que nosotros y utilizan en su gestión del trabajo vivo las relaciones comunistas que caracterizan a nuestra especie: la comunicación, el lenguaje, los afectos, la capacidad de autoorganización y de cooperación horizontal, etc. Esas mismas fuerzas que el capital secuestra mediante disciplinas de empresa o mediante el sutil control financiero de la deuda, pueden ya ser libres: son las que crean el mundo, no es el capital y aún menos la forma particularmente parasitaria del  poder financiero que lo crea. Parece que la izquierda mayoritaria llevase una revolución del capitalismo de retraso..."




viernes, 25 de octubre de 2013

Unión Europea: ¿imposible o reaccionaria?

Thomas Müntzer (1489-1525)


Unión Europea: ¿imposible o reaccionaria?

(Guión de mi charla del 18 de octubre de 2013 en el ciclo de formación de Izquierda Castellana de Móstoles)
1.
Lo primero que tenemos que dejar claro es que Europa existe como realidad histórica. Europa es una realidad más antigua y, en todos los órdenes, anterior a los Estados nación. Europa existía antes de ellos, siguió existiendo durante el período del Estado nación y lo sigue haciendo después del eclipse relativo del Estado nación que hoy vivimos. Los Estados nación, cuya existencia aún hoy nos parece una evidencia, estructuran el orden Europeo tan solo desde el siglo XVII. En su forma actual son el resultado del auge de las monarquías absolutas que vinieron a poner fin a esa auténtica primera guerra civil europea que supusieron las guerras de religión. Antes de esto, Europa tenía otro aspecto: un conjunto de poderes feudales con complejísimas relaciones entre sí, unificado en lo ideológico y en las prácticas religiosas por una Iglesia universal que justificaba y regulaba estas relaciones considerándolas como parte de un plan divino de salvación. Las guerras de religión rompieron la unidad ideológica de la cristiandad europea al cuestionar el magisterio de la Iglesia. Esta ruptura en lo ideológico coincidió con una ruptura social, pues el mensaje de la Reforma fue recibido entre los sectores populares como un mensaje de liberación. La reforma y las guerras de religión que la siguen de cerca fueron ya una muestra muy clara del carácter profundamente conflictivo que tiene el espacio europeo cuando lo atraviesa la lucha de clases, de la existencia del espacio europeo como terreno de lucha social, pues las guerras campesinas se extendieron por un amplísimo territorio que va de Bohemia a Alsacia, conociendo focos insurreccionales más al sur y al oeste. La Reforma extendió por primera vez entre los poderosos de toda Europa el miedo a una revolución social. Las sectas que llevaban en sus banderas el lema Omnia sunt communia como los secuaces de Thomas Muntzer sembraron en las clases dominantes de la época un terror sin precedentes que obligó a los propios dirigentes de la Reforma, Lutero y Calvino, a definir sus posiciones en favor de las clases dominantes y a los países menos afectados por la Reforma a poner en marcha mecanismos represivos que la contuvieran.

A las guerras de los campesinos vienen a añadirse las guerras de los príncipes y de los distintos sectores nobiliarios, las denominadas “guerras de religión”, para configurar un clima generalizado de guerra civil que pone en peligro la dominación de las clases dominantes. El Estado absolutista se forma como dispositivo de neutralización de la fractura ideológica y social abierta por la crisis de la Reforma, unificando bajo la forma Estado soberano distintos aparatos de sujeción (escuela, religión, familia, hospicios, hospitales, etc.) y represivos (ejército y demás cuerpos militares, inquisición etc.) En cada uno de los Estados absolutistas queda el aparato religioso integrado al aparato de Estado de manera directa o indirecta y, desde el punto de vista de la violencia social, esta se convierte en el monopolio del Estado. Las guerras privadas que habían caracterizado la época feudal y que se exacerbaron al romperse la unidad ideológica de la cristiandad, quedan suprimidas en el nuevo Estado que ostenta el monopolio de la guerra y de lo que Weber denomina en una involuntaria tautología “la violencia legítima”. La ideología que secretan estos aparatos es así profundamente hostil a la Respublica Christiana Europaea que prevaleció desde el final de la Antigüedad entre los distintos pueblos europeos. La cristiandad como identidad común de una civilización está rota, pero no está rota entre sus distintos pueblos, sino entre sus Estados.

2.
Estos Estados, que ya no comparten una legitimación ideológica superior en la religión común, establecen un equilibrio entre ellos que conduce a los distintos « conciertos europeos », que han marcado la historia moderna de Europa desde la Paz de Westphalia (1648) a la Unión Europea. En este marco de equilibrio, las clases dominantes no pueden impedir la guerra entre los distintos Estados, pero sí que pueden y deben imponer una disciplina a la guerra, impedir que se convierta en guerra de exterminio. La guerra de exterminio no desaparece como tal, pero queda relegada más allá del continente europeo a la zona del mundo delimitada por las « líneas de amistad » : más acá de ellas, en Europa, hay límites y reglas, más allá, se está en el mare liberum (Hugo Grocio) donde no se aplica ninguna norma ni existe derecho alguno, o en tierra de infieles. Hasta la Primera Guerra Mundial, la guerra ideológica que permite el exterminio del enemigo quedó olvidada en Europa y, sobre todo, la revolución social quedó eficazmente contenida. La Primera Guerra Mundial, como advierten historiadores como Hobsbawn o testigos de época como Freud o Lenin, fue la línea divisoria de una nueva época: el principio efectivo del Siglo XX. No hay comparación posible entre los miles de soldados que participaron en la batalla de Waterloo y los millones desplegados en los frentes de la guerra del 14, tampoco hay comparación en el número de víctimas. Y es que se había pasado imperceptiblemente de un tipo de guerra a otro : de una guerra limitada entre potencias dentro de un sistema europeo a una guerra ideológica en nombre de la democracia y de la humanidad entre las potencias centrales y la coalición anglofrancesa, pero también de la movilización limitada a ejércitos profesionales a una movilización general que integraba a la clase obrera como carne de cañón en el esfuerzo de guerra, tras haberla convertido durante varias generaciones en carne de explotación. Estos dos hechos determinarán un reinicio de la guerra civil europea, pues pondrán en entredicho el viejo y sólido orden cimentado en torno a los Estados nación. Como se sabe, esta ruptura del equilibrio secular entre los Estados nación permitió de nuevo que la guerra civil y la revolución ocuparan el espacio europeo, permitió esa inesperada materialización del fantasma del comunismo que tuvo lugar en octubre de 1917 en los márgenes de Europa.

Antes de 1917, no habían faltado los signos amenazadores para el orden que hemos descrito. Ya la revolución francesa supuso desde el principio un germen de revolución europea, pues la Convención y el Gran Ejército sabían que solo se salvaría la revolución en Francia derrotando definitivamente a las monarquías en toda Europa. Aunque Napoleón intentó ser un monarca revolucionario, este equilibrio precario entre dos caracteres contradictorios duró poco y la Santa Alianza restableció el viejo orden de los Estados tanto dentro como fuera de Francia. Después vinieron los distintos intentos revolucionarios, 1821, 1848, la Comuna de París. La revolución no se daba por vencida, pero se había convertido en un fantasma : el « fantasma del comunismo » que, como sostienen Marx y Engels en el Manifiesto, « recorre Europa ». Sin embargo, los Estados europeos pudieron evitar la materialización del fantasma durante más de un siglo, desde la revolución francesa hasta el 17. Lo contuvieron en el recipiente que se había construido cuidadosamente para él : el Estado nación, hasta que se escapó y se puso de nuevo a « recorrer Europa », no ya como ectoplasma sino como oleada revolucionaria.

3.
La historia de la crisis del Estado nación y del concierto de Estados nación que estructuró Europa hasta la Primera Guerra Mundial está estrechamente vinculada a la de las luchas de clases. La « nacionalización » del proletariado que operan la « movilización total » de 1914 y posteriormente los regímenes fascistas es un medio extremo de contención de un poder proletario que ha ido creciendo bajo distintos tipos de organización en toda Europa. Pocas décadas antes de la Primera Guerra Mundial, anarcosindicalistas como Émile Pouget o socialdemócratas como Jaurès se plantean muy seriamente una salida del capitalismo, mediante la huelga general revolucionaria o mediante una mayoría parlamentaria y un gobierno. En Alemania y en Austria, las organizaciones obreras van desarrollando también una organización de clase poderosa. El peligro de que todos estos focos potenciales de poder de clase se conecten a escala europea es real. La burguesía se ve así ante la tarea necesaria, pero también imposible, de someter este poder al marco del Estado nación y lo hace mediante la extensión del sufragio y la movilización militar. Al margen del arreglo de cuentas entre burguesías imperialistas que dio lugar al conflicto, la Primera Guerra Mundial fue un intento catastrófico de incluir al proletariado en el Estado. Intento catastrófico, porque la guerra de masas se convirtió también en guerra total y los millones de muertos durante los cuatro años de guerra marcaron el fin definitivo de la guerra limitada, pero también de la posibilidad de mantener en Europa un sistema de Estados nación capaz de contener la revolución. La Primera Guerra Mundial, vista desde el punto de vista del « tiempo largo » de la historia del Estado nación, viene a cerrar un periodo abierto en la Paz de Westphalia y que solo se cerrará con el fin de la Segunda Guerra Mundial, mediante el desplazamiento del equilibrio entre Estados europeos hacia un equilibrio mundial entre bloques. El objetivo de controlar a las clases subalternas tiene así que dotarse de otros medios: estos serán la aceptación por la burguesía de la democracia de masas y la concomitante ampliación del espacio del Estado liberal a la escala europea.

La liquidación del concierto europeo de Estados por la Guerra Civil Europea provisionalmente cerrada por la Guerra Fría abre un nuevo periodo. La revolución ya no se extiende por Europa. Los tanques del Ejército Rojo han ampliado la zona de influencia de la URSS a la Europa del Este, pero, como siempre recordó Stalin, « en las democracias populares, ya no era necesaria la dictadura del proletariado. » Esto significa que el protagonismo de la transformación social, como en la URSS del « Estado de todo el pueblo » escapaba enteramente a las clases populares y era asumido por una serie de burocracias cooptadas por el régimen soviético. A pesar de los cambios jurídicos en el régimen de la propiedad, es difícil hablar en estos países de « revolución », a menos que se aplique el concepto gramsciano de « revolución pasiva ». En el Oeste, en cambio, el consenso se establecerá sobre dos niveles que se sitúan más acá y más allá del Estado nación soberano : la economía de mercado y la construcción europea. Ambos consensos constituyen una nueva forma de normalización y de control de las clases populares, de contención de la revolución. Lo importante es que el primer nivel, el consenso protoneoliberal sobre la economía de mercado es la base de un tipo peculiar de construcción europea que caracterizaremos como estatal y oligárquica y cuya función es contener la resistencia social y la democracia a escala del continente.

4.
Empecemos con una cita de un gran europeista e internacionalista, Vladimir Illich Ulianov quien, en un texto de intervención política de 1915 titulado La consigna de los Estados Unidos de Europa, afirmaba  : « Pero si la consigna de los Estados Unidos republicanos de Europa, que se liga al derrocamiento revolucionario de las tres monarquías más reaccionarias de Europa, encabezadas por la rusa, es absolutamente invulnerable como consigna política, queda aún la importantísima cuestión del contenido y la significación económicos de esta consigna. Desde el punto de vista de las condiciones económicas del imperialismo, es decir, de la exportación de capitales y del reparto del mundo por las potencias coloniales "avanzadas" y "civilizadas", los Estados Unidos de Europa, bajo el capitalismo son imposibles o son reaccionarios. »

Los Estados Unidos de Europa, un siglo después, siguen sin existir, pero la burguesía europea no ha considerado que su carácter « imposible » y su naturaleza « reaccionaria » fueran incompatibles, sino que los fundieron en una imposibilidad política profundamente reaccionaria. Obviamente, dentro de un marco capitalista, la idea de que el núcleo originario y el centro histórico del capitalismo que constituye Europa pudiera ser gestionado democráticamente en el marco de una República federal, constituye un imposible. Esto equivaldría a permitir a las mayorías sociales un control sobre el espacio geográfico efectivo de le economía, que ya incluso antes de constituirse la Comunidad Económica Europea, había dejado de ser un espacio nacional. Europa se constituirá por este motivo sobre el principio del mercado y no sobre un principio democrático, federal y republicano. El proceso que habrá de desembocar en la Europa actual se inicia justo después de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y se encuentra directamente asociado con el Plan Marshall, el gran plan de inversiones por el cual los EEUU pretenden relanzar una economía europea cuyas bases habían quedado destruidas por la guerra. Los Estados Unidos necesitan urgentemente reconstruir Europa con tres objetivos : 1) recuperar la deuda de guerra acumulada por los países europeos, 2) recuperar un mercado europeo para sus exportaciones, 3) contener mediante la prosperidad económica la expansión del socialismo tanto desde fuera (por la amenaza soviética) como desde dentro (por la exacerbación de la lucha de clases en el momento postbélico).

Por mucho que hoy se nos diga que la unidad europea tuvo por objetivo la paz, la prosperidad y el desarrollo de un modelo social democrático, la realidad es en buena medida distinta. El primer medio de que se vale la unificación europea es el mercado y el objetivo principal es que este predominio del mercado entendido como factor de prosperidad acalle las reivindicaciones del movimiento obrero. El Plan Marshall irá así acompañado de toda una serie de propuestas de carácter institucional orientadas a la coordinación de las economías europeas y la creación de mercados comunes. Como se sabe, la primera de las instituciones surgidas de esta inspiración es la CECA, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951). Con ella se trata de unificar los mercados del carbón y de la siderurgia de Francia y Alemania, los dos grandes Estados continentales rivales en la Segunda Guerra Mundial y de conseguir que gestionasen en común estos dos sectores militarmente estratégicos. Según su inspirador, Robert Schumann, se trataba de “hacer que la guerra no solo fuese impensable sino materialmente imposible”. El objetivo declarado era que “la producción de carbón y de acero en su totalidad se coloque bajo una Alta Autoridad, en la estructura de una organización abierta a la participación de los demás países de Europa”. De este modo, se salvaguardaban las perspectivas de paz y se creaba un mercado común en el cual en interés común de las partes contribuía a superar las rivalidades. El modelo del « dulce comercio » no solo es un modelo económico, sino intrínsecamente una estrategia política, la única estrategia política que permite al Estado nación salir de sus propios límites, sin por ello desaparecer. Y es que, contrariamente a cuanto suele afirmarse, el liberalismo y, muy en particular, su variante contemporánea, el neoliberalismo, no está en absoluto reñido con el Estado y aún menos con un Estado nación que necesita vitalmente para llevar a cabo su programa. La mala sorpresa de 1918, seguida por los momentos de fuerte tensión de la lucha de clases que vivió Europa en los años 20 y 30 fue la muestra patente de la incapacidad del viejo liberalismo centrado en el Estado nación para contener el desastre. Desde los años 20, el modelo liberal basado en un Estado nación no intervencionista en materia económica y una total libertad del capital financiero recibe fuertes críticas de la izquierda socialdemócrata y comunista, pero también del fascismo, que proponen fórmulas antiliberales de regreso a un control estatal de la economía. Existe, sin embargo otro tipo de crítica del viejo liberalismo, la formulada por los neoliberales. Se suele creer que el neoliberalismo es un fenómeno reciente, de los últimos veinte o treinta años, pero las obras de sus fundadores austríacos y alemanes datan de los años 20. El neoliberalismo se distingue del liberalismo clásico en su reconocimiento compartido con los críticos estatalistas del liberalismo de que la buena marcha de una economía de mercado requiere una fuerte intervención estatal. Ahora bien, esta intervención no tiene por objetivo sustituir al mercado por el Estado, sino hacer que se den las condiciones óptimas para el buen funcionamiento del mercado. Se trataría de limpiar el terreno para que en condiciones de competencia « libre y no falseada » -según la terminología del Tratado de Lisboa, que es la que Hayek utilizaba ya en los años 30- los distintos agentes económicos realizasen sus transacciones sin impedimentos, lo cual redundaría en el bien común. El texto fundador de la Comunidad Económica Europea, el Tratado de Roma (1957), menciona entre los medios para el logro de estos fines: “un régimen que garantice que la competencia no será falseada en el mercado interior”. La competencia, el libre mercado, se convierte así en el medio fundamental para el logro de un fin político.
5.
Este planteamiento será el que conducirá a la creación de las Comunidades Europeas -tras la creación de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom)- pero antes habrá servido de base a uno de los principales acontecimientos políticos del siglo XX europeo : la constitución de la República Federal Alemana, como auténtico laboratorio político y social de las tesis de la variante alemana del neoliberalismo, el ordoliberalismo. La creación de la República Federal Alemana es el resultado de un proceso complejo de refundación de un Estado alemán a partir de las zonas de ocupación occidentales de Alemania. Alemania era un país destruido, ocupado y dividido, sin personalidad estatal. Para convertirse en sujeto de derecho internacional, tenía que refundarse como Estado. Sin embargo, esta refundación era harto problemática. No podía basarse ni en la nación ni en ningún rasgo de identidad cultural, tras la exaltación genocida de esta que realizó el nacional-socialismo, ni tampoco en la historia inmediata, pues no había continuidad política que reivindicar. El entorno de Adenauer, el político democristiano que protagonizó la creación del nuevo Estado propuso fundarlo en un consenso básico: la aceptación del libre mercado como base de la prosperidad económica. Un libre mercado, sin embargo, que no será un retorno al liberalismo antiguo, pues para instituirse necesita crear un Estado. La creación de la República Federal es así un fenómeno que contradice abiertamente el antiestatismo liberal clásico y exhibe de manera patente el nuevo planteamiento neoliberal. El Estado debe ser garante del mercado y de la libre competencia, pero estos son a la vez la base de legitimidad del Estado. El nuevo ordenamiento social y político de la RFA se basa en la “economía social de mercado”, una combinación de la más amplia libertad de mercado con la creación de un marco de relaciones sociales no conflictivo con una fuerte intervención estatal en ambos aspectos. En este marco, la fuerte inyección de capitales americanos del plan Marshall, unida a las reformas monetarias del ministro de finanzas Ludwig Erhard producen el “milagro alemán”.

El experimento alemán fue extendido a nivel de seis Estados de Europa occidental constituyéndose así en 1957 la Comunidad Económica Europea. Sus objetivos y principios coinciden con los de la RFA, su fundamento político en la articulación entre Estado y mercado, también:
La comunidad -afirma el artículo 2 del Tratado de Roma- tendrá por misión promover, mediante el establecimiento de un mercado común y la progresiva aproximación de las políticas económicas de los Estados miembros un desarrollo armonioso de las actividades económicas en el conjunto de la Comunidad, una expansión continua y equilibrada, una estabilidad creciente, una elevación acelerada del nivel de vida y relaciones más estrechas entre los Estados que la integran.”

La diferencia entre la RFA y la Comunidad Económica Europea es que esta, si bien promueve la libertad económica, no crea para ello un nuevo Estado cuya razón de ser sea fundamentalmente la defensa del libre mercado. La Comunidad se constituye a partir de Estados ya existentes y no crea ningún nuevo Estado. Ni en el momento de su creación en 1957, ni hoy la construcción europea ha producido una entidad política federal. Por mucho que se hable de cesión, de transferencia o de abandono de competencias por parte de los Estados miembros hacia la instancia europea, es un error concebir la construcción europea según esta lógica, que sería la de una construcción confederal o tendencialmente federal. Sin embargo, esto supone la existencia de una instancia central soberana, que no solo tiene competencias compartidas, sino incluso, lo que es más decisivo, ese atributo de la soberanía que es la competencia de tener competencias, o competencia general. La competencia general era en 1957 -y es hoy en 2013- un atributo de los Estados miembros. Son ellos los que pueden conservar o delegar competencias e incluso, teóricamente, recuperarlas. La instancia europea solo tiene una competencia delegada, que no constituye en modo alguno una transferencia de soberanía, pues la soberanía no son las competencias, sino la competencia sobre las competencias.

6.
Esta sorprendente realidad que constituye un poder negativo se entiende mejor cuando se aprecia la función política de la construcción europea. De lo que siempre se ha tratado, como recordaba Lenin en su texto de 1915 era de que los Estados europeos “aplastasen en común el socialismo en Europa”. Como afirma, en el mismo sentido W. Bonefeld: “la creación de la comunidad europea se lee como una “contrarrevolución preventiva” contra las mayorías democráticas, es decir contra las clases obreras europeas”.

Cómo se organiza una “contrarrevolución preventiva”? Puede afirmarse que el liberalismo ha sido desde sus inicios una contrarrevolución preventiva, en cuanto su fundamento es una neutralización del espacio político en favor del predominio sobre la política de una instancia “objetiva”, “natural” que denomina “economía”. Como recuerda Foucault, el liberalismo es en un doble sentido un “gobierno económico”: en un primer sentido lo es en cuanto limita las funciones del gobierno, en otro, en cuanto esta limitación se opera mediante una toma de conciencia de los límites que impone la “economía”. De ahí que el buen gobernante sea el que no va más allá de esos límites y, en la economía se comporta como en la meteorología: reconociendo la necesidad de sus fenómenos. El arte del gobierno se convierte así no en arte de la decisión sino de los límites dictados por el conocimiento objetivo. El poder del soberano no se basa así en un hacer, sino en un no hacer, en un mero saber.

El neoliberalismo modificó este paradigma al reconocer que un mero “no hacer” en un universo social donde la historia ha deformado la naturaleza tiene nefastas consecuencias. Para los neoliberales es precisa una intervención pública enérgica para que el mercado pueda funcionar de manera autorregulada. La función del Estado es así negativa: se trata de eliminar barreras a la circulación de los factores productivos y de liberar sobre todo los movimientos del capital y de sentar las condiciones de una “competencia libre y no falseada”. Ahora bien, ya desde los años 30, uno de los principales teóricos del neoliberalismo reconoció que uno de los medios más eficaces para obtener este resultado es la constitución de estructuras políticas federales. Afirmaba así en 1039, no sin cierta ironía que “si el precio que debemos pagar por un gobierno democrático internacional es una restricción del poder y del ámbito del gobierno, no será ciertamente un precio muy elevado”. Efectivamente, un gobierno democrático internacional con un ordenamiento económico capitalista verá necesariamente reducido su margen de actuación, pues el poder federal tendrá como función principal impedir las interferencias políticas de los Estados en el libre mercado: “la federación -prosigue Hayek- deberá poseer el poder negativo de impedir a los distintos Estados interferir en la actividad económica, aunque no tenga el poder positivo de actuar en su lugar.” Si lo que unifica a pueblos de culturas, historias y constituciones diversas es, en lo material, un mercado común, ninguno de ellos aceptará que una instancia federal legisle en materia económica en un sentido positivo: “como dentro de una federación -concluye Hayek- estos poderes no se pueden dejar a los Estados nación, resulta pues que una federación significa que ninguno de los dos niveles de gobierno podrá disponer de los medios de una planificación socialista de la vida económica”.

Hayek es aquí profético, pues toda la arquitectura institucional de la UE se basa en el principio de este gobierno negativo. Gobierno positivo no existe, pues todas las competencias de la instancia europea son delegadas y esta carece de soberanía. Desde el punto de vista institucional esto produce una serie de cortocircuitos en el entramado institucional clásico de las democracias: 1) el parlamento, elegido conforme a 28 sistemas electorales distintos -lo que da una idea de su representatividad- y con listas nacionales, carece de iniciativa legislativa y de capacidad legislativa autónoma. En otros términos, es un parlamento típico del Antiguo Régimen, como el Parlamento de París antes del verano de 1789, 2) si el legislativo no es legislador, la función legislativa corresponderá a los ejecutivos nacionales cuyos representantes se reúnen en el Consejo de la Unión Europea y la capacidad de iniciativa legislativa corresponderá, según las materias a la Comisión Europea, órgano sui generis que propone textos legislativos y vela por su cumplimiento, o a los Estados miembros.

Como en toda situación política de excepción, los ejecutivos (nacionales) disponen de la capacidad legislativa que comparten con el parlamento en una amplia serie de materias. Ahora bien estos ejecutivos nacionales no han sido en ningún momento elegidos como legisladores de la instancia europea. Su poder, como ocurre muchas veces en cuestiones de política exterior, se basa exclusivamente en una prerrogativa soberana, pero no en una competencia estipulada por la ley nacional. Lo que ocurre es que, en el marco de esa “excepción” se produce más del 60% de la legislación que se aplica en los Estados miembros y la gran mayoría de los textos económicos.
Ahora bien, esta enorme masa legislativa no tiene por finalidad establecer un marco positivo de actuación económica, sino fundamentalmente, garantizar el correcto funcionamiento del mercado y de la competencia. De este modo, el espacio europeo, más que por transferencias de soberanía, se constituye por una autorreducción concertada de las competencias nacionales en materia económica (así como en otros contextos como la defensa que se confían en gran medida a instancias no solo europeas como la OTAN). La economía justifica así la constitución de un grupo de expertos supuestamente ajenos a la decisión política que basan su poder en un saber sobre la economía. Por un lado, los Estados siguen existiendo y siendo soberanos, pero por otros, el saber sobre la economía y algunas instituciones que, como la Comisión Europea, lo materializan, ocupa un espacio cada vez mayor, que sofoca toda decisión política.

Como se puede apreciar, el problema de la Unión Europea no es el de un exceso de competencias políticas positivas, sino, por el contrario, su carencia de ellas. La instancia europea no dispone ni de un verdadero gobierno ni de un auténtico parlamento federal y no dispondrá de ellos mientras lo que tenga que gestionar sea una economía capitalista. Tampoco hay que olvidar que quien decide en la UE son los Estados miembros y no un inexistente gobierno europeo. Esta situación típicamente liberal en que los gobiernos excluyen de su ámbito de actuación positiva la esfera económica se da en el caso europeo de una manera singular que representa el tipo de federación vacía al que aspiraba Hayek. La Unión Europea es así, como afirmaba Lenin “imposible o reaccionaria” y, en algunos aspectos, ambas cosas. Sin embargo, todo regreso a una supuesta “soberanía nacional” en Europa está condenado al fracaso. Los Estados se unen en la UE porque ellos mismos han autolimitado sus competencias en favor del mercado, pero no lo hacen por pertenecer a la UE sino por su propia naturaleza de clase. El retorno al espacio nacional sería así una regresión a posiciones de aún mayor debilidad que las que conocemos hoy. Recordemos que entre las pocas victorias de los movimientos sociales asociados al 15M varias de las más importantes tienen que ver con el funcionamiento de las instancias judiciales europeas, con los efectos altamente improbables que puede producir la propia complejidad del sistema. Hay que explorar esos resquicios y esas contradicciones, también a nivel político. Si la Unión Europea es imposible y reaccionaria bajo condiciones capitalistas, un espacio europeo repolitizado y democrático es el marco indispensable para una transformación socialista en la Europa actual. Por terminar con Vladimir Illich, recordemos que “Nuestra salvación está en la revolución europea” (Discurso ante el séptimo Congreso de los sóviets, 1918).

miércoles, 16 de octubre de 2013

Spinoza frente a Kant: Más allá de la virtud y del terror


Más allá de la virtud y del terror: la violencia en Kant y Spinoza
(Ponencia en el Congreso: Respuesta a la pregunta qué es Ilustración?, Universidad Complutenes de Madrid, 29 de abril de 2010)

Juan Domingo Sánchez Estop

La contraposición entre Kant y Spinoza en lo que al pensamiento político se refiere debe situarse en una marco histórico más amplio, pues cada uno de ellos representa una de las dos grandes líneas de la filosofía política moderna. Kant es la culminación de una línea mayoritaria iniciada por Hobbes en la que la preocupación fundamental es la legitimidad del poder y el propio poder se presenta bajo la figura de la transcendencia. En esta línea dominante se inscriben Locke, Rousseau, Hegel e incluso el positivismo jurídico kelseniano. En la segunda línea en la que se inscribe Spinoza, la preocupación fundamental no es la legitimidad del poder sino la libertad entendida como potencia, como capacidad de obrar efectiva del individuo singular y colectivo, denegando toda trascendencia al poder. En esta línea destacan los nombres de Maquiavelo y de Marx. Frente a la línea que somete toda libertad a la obediencia legítima, discurre la línea subterránea de la libertad constituyente.

No es posible hoy desarrollar esta contraposición, ni siquiera en lo que se refiere a Kant y a Spinoza. Nos ceñiremos por ello al enunciado que hemos propuesto: « más allá de la virtud y del terror ». Antes de nada, es necesario explicarlo. Virtud y terror son los dos momentos de toda política republicana según Robespierre. Citemos el texto en que el dirigente y tribuno revolucionario mejor define esta polaridad (Sur les principes de morale politique, 18 pluviôse, an II, in Robespierre, Pour le bonheur et la liberté, La fabrique éditions, Paris 2000, p.296)): « Si el resorte del gobierno popular en la paz es la virtud, el resorte del gobierno popular en revolución es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible; es por consiguinte una emanación de la virtud: es menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a la más urgente necesidad de la patria. » Robespierre expresa aquí una paradoja que supera el marco de la coyuntura revolucionaria y arroja luz sobre una de las antinomias fundamentales de la teoría moderna del Estado, pues para establecer la paz basada en la virtud y en la libertad es necesario pasar por la violencia y el despotismo. Retomando las palabras de Robespierre: « El gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía. » Cabe preguntarse a partir de las palabras de Robespierre por las condiciones reales del marco aparentemente tranquilo de la política burguesa: ¿Acaso la libertad burguesa no supone necesariamente un despotismo? ¿No es acaso la libertad de los modernos -la libertad reducida a libertad contractual y mercantil- una forma particular y tal vez aguda de despotismo?

Virtud y terror son los dos polos principales entre los que se mueve la política del Estado moderno en cuanto son emblemas de su doble fundamento en el derecho y en la soberanía. Robespierre es perfectamente consciente de ello, pero ese momento de lucidez no durará. Todo el empeño del normativismo moderno se ha centrado, a partir de Kant, en intentar conciliar estos dos elementos en un constructo denominado Estado de derecho, esto es en evacuar los aspectos no jurídicos de la soberanía procurando subsumirla plenamente en el derecho. Subsumir el ser efectivo, lo que denomina Maquiavelo « la verità effettuale » en el deber ser, subsumir la violencia en el derecho haciendo de ella un tautológico monopolio de la violencia legítima. En último término, eliminar toda violencia en un orden regido por el consenso en torno al mercado y a la política repreentativa electoral-parlamentaria. Esta empresa sólo logra su objetivo con un coste importante en términos de coherencia racional y de libertad política e incluso, paradójicamente, de reducción de la violencia, como ha mostrado brillantemente Carl Schmitt a lo largo de su obra, pues la violencia desplegada en nombre de la paz, de la humanidad y de la virtud contra sus presuntos enemigos.carece de límites y no sólo como pretende Carl Schmitt en las relaciones entre Estados, sino ya dentro de la constitución de cada Estado como un todo social coherente e internamente pacificado. Esto se condensa en dos fórmulas de Carl Schmitt: « Humanität, Bestialität » y « Quien dice humanidad quier engañar » que el jurista italiano Danilo Zolo ha comentado abundantemente en sus trabajos. Por mucho que se pretenda reducir el poder soberano a derecho, siempre queda un residuo, un espacio de la excepción: un resto no jurídico, pero esencial, pues en él tiene su fundamento el propio derecho. Intentar ignorarlo sólo contribuye a que la excepción soberana reaparezca en formas aberrantes como el imperialismo, el terrorismo o, postmodernamente, la guerra de exterminio contra los enemigos de la paz y del derecho. Intentaremos explorar brevemente el modo intermitente en que la violencia se oculta y reaparece en la obra política de Kant.


I. Del derecho a las revoluciones celestes
La obra de Kant suele colocarse del lado del normativismo, esto es, del programa de subsunción de la política bajo el ordenamiento jurídico que hace de la expresión « Estado de derecho » una redundancia. Pocos filósofos han puesto tan claramente su obra bajo el signo del derecho como Kant para quien el Quid juris es la clave de una filosofía transcendental, para la cual los derechos de la razón en su uso teórico deben compatiblizarse con los derechos que corresponden al uso práctico de la razón. Lo que corresponde a la naturaleza debe hacerse compatible con la posibilidad de la libertad y la moralidad. Y si la interrogación inicial de Kant se plantea en clave jurídica, la coherencia de su propio sistema sólo será a su vez posible merced al derecho, en el cual llegan a una síntesis posible naturaleza y libertad, fuerza mecánica y moral.

El derecho, el avance hacia un orden jurídico es el sentido mismo de la historia humana. En el derecho, más claramente que en ninguna otra esfera, vemos cómo la libertad puede ser una causa natural, cómo puede darse una causalidad por libertad sin conflicto con la necesidad mecánica de la naturaleza. El derecho es a la vez hecho histórico y politico (esto es natural), y norma fundada en la libertad. De ahí que su principio se inspire directamente del imperativo categórico, adaptado a la circunstancia exterior que constituye la existencia de otras libertades. El principio general del derecho será, por consiguiente: « Es justa toda acción que por sí o por su máxima, no es un obstáculo a la conformidad de la libertd del arbitrio de todos con la libertad de cada uno según leyes universales. »(Doctrina del derecho, Introducción C). La diferencia entre moral y derecho estriba, en el motivo de la obediencia a la ley: « La ciencia del derecho y de la moral difieren pues mucho menos por la diferencia misma de los deberes que les son propios, que por la diversidad del motivo que una y otra legislación consignan en la ley. La legislación moral es la que no puede ser externa, aun cuando los deberes pudieran serlo siempre. La legislación jurídica es la que puede ser externa también. » (Introducción a la Metafísica de las costumbres, III).

En la Idea de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita, texto de 1785, Kant verá el avance hacia el orden jurídico como un progreso arduo, lento e indirecto dependiente del desarrollo de las disposiciones a la moralidad existentes en el hombre. Estas dispoiciones no se afirman, sin embargo, de manera simple y directa, sino que tienen que abrirse paso frente a los obstáculos que junto a estas disposiciones ha establecido la propia naturaleza. Kant afirmará a este respecto, refiriéndose a un tema ya abordado por San Agustín y por Lutero que: « En una madera tan curva como aquella de la que el hombre está hecho, no puede tallarse nada completamente derecho ». Por ello son necesarios medios indirectos, un ardid de la naturaleza, para que el hombre pueda cumplir su destino de ser racional. La labor de instauración de un orden jurídico, en términos de Kant, de « una sociedad en la que la libertad, bajo leyes exteriores, se encontrará vinculada en el mayor grado posible a una potencia irresistible, es decir una constitución civil perfectamente justa » es lenta y tal vez incluso irrealizable en su plenitud. Por ello « la naturaleza sólo nos impone que nos aproximemos a esa idea ». La dificultad de alcanzar el orden jurídico deriva de la dificultad intrínseca de cada una de las tres condiciones que establece Kant para su logro: « 1) conceptos exactos sobre la naturaleza de una constitución posible, 2) una gran experiencia, fruto de numerosos viajes a través del mundo, y sobre todo, 3) una buena voluntad dispuesta a aceptar esta constitución ». Así concluye Kant que « estos tres elementos son tales que sólo con mucha dificultad podrán verse algún día reunidos, y, si ello ocurre, sólo sucederá muy tardíamente, después de numerosos ensayos inútiles. » De momento sólo cabe pensar en la posibilidad racional de que se realice ese fin, posibilidad que Kant compara con las previsiones que pueden hacer los astrónomos en relación con el movimiento de los cuerpos celestes a partir de las observaciones ya realizadas. La única revolución que Kant concibe en el terreno moral y político es la lenta e hipotética revolución de los cuerpos celestes.
« Digo que la experiencia nos revela poca cosa pues esta revolución parece requerir un tiempo tan largo para llegar a su término que no se puede, a partir del pequeño trecho que ya ha recorrido la humanidad con esta intención, determinar con certeza la forma de su trayectoria y la relación de su parte con el todo, del mismo modo que no se puede determinar con certeza, a partir de las observaciones del cielo realizadas hasta ahora el curso que nuestro sol, junto a su regimiento de satélites sigue en el grans sistema de las estrellas fijas, por mucho que, a partir del fundamento universal de la constitución sistemática del edificio y de lo poco que se ha observado de él, podamos inferir, de forma bastante segura, la realidad de esa revolución ». (IH, Octava proposición)

II. La revolución francesa como acelerador catastrófico
1. La república de los demonios
La perspectiva de Kant en 1785 es la de una moderada esperanza racional, que invita a la paciencia y a la espera de una revolución cuyo tiempo es el de la física astral. No tardará, sin embargo en operarse un cambio en el sentido del término « revolución » que pasará de la astronomía como metáfora moral a la idea de una transformación política radical y brusca. Todo cambiará, pues, con la Revolución francesa, sobre todo cuando esta atraviese su fase más radical con el gobierno revolucionario jacobino. En este momento la política irrumpe como inesperado acelerador de un proceso histórico que, de otro modo, habría tenido que confiar exclusivamente en el lento despliegue de las disposiciones racionales del hombre bajo el impulso de la naturaleza. La política revolucionaria como acontecimiento desmesurado que hace pensar en lo incondicionado de la libertad permitirá establecer un orden jurídico sin necesidad de desarrollar los gérmenes de moralidad del hombre. Como se afirma en La Paz Perpetua (1795) incluso una sociedad de demonios debería adoptar una constitución republicana siempre que esos demonios sean racionales. «El problema del establecimiento del Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, por muy fuerte que suene (siempre que tengan entendimiento), y el problema se formula así: «ordenar una muchedumbre de seres racionales que, para su conservación, exigen conjuntamente leyes universales, aun cuando cada uno tienda en su interior a eludir la ley, y establecer su constitución de modo tal que, aunque sus sentimientos particulares sean opuestos, los contengan mutuamente de manera que el resultado de su conducta pública sea el mismo que si no tuvieran tales malas inclinaciones». Un problema así debe tener solución. Pues no se trata del perfeccionamiento moral del hombre sino del mecanismo de la naturaleza; el problema consiste en saber cómo puede utilizarse este mecanismo en el hombre para ordenar la oposición de sus instintos no pacíficos dentro de un pueblo de tal manera que se obliguen mutuamente a someterse a leyes coactivas, generando así la situación de paz en la que las leyes tienen vigor. » (La Paz Perpetua, Suplemento primero, Truyol/Abellán, p.38-39).

La posibilidad de una república racional de los demonios fundada en el derecho es algo que sólo puede resultar pensable tras la entrada en escena de una política diferenciada de la moral. En ese nuevo contexto, las condiciones del vigor efectivo de las leyes se distinguen de las de su legitimidad: la hipótesis de los demonios tiene por finalidad descartar toda obediencia a la ley por respeto a su principio moral, mostrando así el funcionamiento de la política en su autonomía. Es una hipótesis límite, que, como la del Genio Maligno de Descartes, pretende despejar el terreno para una nueva fundación, en este caso, la de la política como sistema natural acorde con la libertad. Esto no quiere decir que la política y el derecho no sean acordes con la libertad y la moralidad, sino que, incluso en ausencia de moralidad, sería pensable un sistema que produjera por medios naturales efectos que pudieran imputarse a una causalidad moral y racional en el orden fenoménico.

2. La república jacobina

La revolución no es obra de los demonios, sino de los « moralistas despóticos » con los que el Kant de la Paz Perpetua identifica probablemente a los jacobinos. Estos son una variante extremista y entusiasta del político moral, esto es de aquél que, según afirma la misma obra es « un político que entiende los principios de la habilidad política de modo que puedan coexistir con la moral » (PP, ed. Cit. p.48). El « moralista despótico », se opone al moralista político, pues « Siempre puede ocurrir que los moralistas despotizantes (fallando en la ejecución)choquen de diferentes maneras con la prudencia política (tomando o recomendando medidas precipitadas); en ese caso, debe ser la experiencia la que los encarrile paulatinamente, en este choque contra la naturaleza, por una vía mejor. Los políticos moralizantes, por el contrario, disculpando los principios contrarios a derecho con el pretexto de una naturaleza humana incapaz del bien según la idea que prescribe la razón, hacen imposible la mejora y perpetúan la conculcación del derecho .» Los moralistas políticos se dejan llevar por el entusiasmo y yerran desde el punto de vista pragmático, pero no en cuanto a los principios prácticos, racionales, que los inspiran. La revolución como acto por excelencia del moralismo despótico hace coincidir la violencia desmedida de una pasión patológica con un principio moral racional. La revolución como expresión de la autonomía de la política es ante todo un acelerador histórico, pues merced a ella pueden quemarse una serie de etapas en el progreso hacia un orden jurídico: Como afirmará Kant en el Conflicto de las Facultades: « Un tal fenómeno en la historia de la humanidad no se olvida puesto que ha revelado en la naturaleza humana una disposición, una facultad de progresar tal que ningún político habría podido extraerla a fuerza de sutileza del curso anterior de los acontecimientos. »(CF, II, 7, Weisch. XI. 361). En el pueblo francés que ha hecho la revolución (« un gran pueblo ») encuentra Kant reunidas las condiciones él mismo establecía en la Idea de una historia universal para la implantación de una constitución racional: el pensamiento jurídico-filosófico de la Ilustración, el cosmopolitismo y la buena voluntad para aceptar esa constitución. Y sin embargo, Kant no propondrá que se siga su ejemplo. Para él, a pesar de su admiración por el acontecimiento, la revolución constituye una transgresión demasiado peligrosa y demasiado costosa del orden político, incluso del orden imperfecto logrado por las demás naciones europeas y, en particular, por Alemania.

La actitud de Kant ante la revolución será, por lo tanto, ambigua: por un lado la revolución es un hecho enteramente exterior al derecho, un crimen en términos del ordenamiento jurídico existente, incluso el mayor crimen posible, pues llega incluso a liquidar el contrato social, y, sin embargo, la revolución es también un hecho natural, una violencia desmedida dirigida contra la fuerza mecánica de la opresión (Automate couronné- Robespierre), por la que se constituye, sin embargo, un orden jurídico racional que supone un progreso irreversible. Hasta la revolución, la naturaleza sólo mostraba de manera directa los efectos potencialmente esclavizadores del reino de la necesidad mecánica sobre el hombre, e indirectamente la posibilidad de que el juego de las peores inclinaciones humanas (guerra, explotación, violencia) contribuyese a un orden conforme al principio moral. Después del acontecimiento revolucionario, saludado como un grito de la naturaleza, la propia naturaleza que se manifiesta como instrumento del derecho adquiere otra dimensión, propiamente sublime, una dimensión en la que el enlace de la libertad con la naturaleza se realiza de modo directo: la dimensión de la catástrofe.
« Que la revolución de un pueblo espiritual que hemos visto realizarse en nuestros días tenga éxito o fracase; que acumule la miseria y los crímenes atroces hasta tal punto que un hombre sabio, su puediese esperar al emprenderla una segunda vez llevar felizmente a término, optaría sin embargo por no intentar nunca la experiencia a ese precio -esta revolución, digo, encuentra con todo en los espíritus de todos los expectadores que no se encuentran implicados en este juego una simpatía de aspiración - eine Teilnehmung dem Wunsche nach- rayana en el entusiasmo y cuya propia manifestación exponía a un peligro, que por consiguiente no podría tener otra causa distinta de una disposición moral del género humano. » CF, II, 6,

La revolución tal como la describe Kant en el texto que venimos de citar tiene las características propias de lo sublime, concretamente de lo que la Crítica del Juicio denomina « sublime dinámico », la sublimidad, no ya del infinito matemático, sino de la fuerza física: el despliegue de una fuerza natural desatada que apunta, al superar con mucho nuestra imaginación, hacia una esfera que trasciende a la naturaleza. "Rocas audazmente colgadas y, por decirlos así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso etc. reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro, y llamamos gustosos sublimes esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza". (Kant, Crítica del Juicio, De lo sublime dinámico de la naturaleza,§28) Las tormentas en el mar, las erupciones volcánicas, los terremotos funcionan para el observador como signos de la existencia de una esfera que supera las condiciones de toda representación fenoménica, la esfera suprasensible de la libertad humana. La libertad humana y lo sublime de la naturaleza coinciden en su superación del marco normal de la naturaleza, pero también en su carácter potencialmente terrible.

La revolución, aún siendo un crimen de rebelión desde el punto de vista jurídico, es un hecho natural fundador de un orden nuevo a partir del enlace de la libertad con la naturaleza que se manifiesta en lo sublime revolucionario. El orden nuevo merece obediencia y respeto: 1) por parte de la población, pero incluso, 2) por parte de un eventual poder político restaurado opuesto a la revolución. La población TEXTO, Un poder resultante de una restauración TEXTO. El crimen puede fundar un orden jurídico y una nueva legitimidad, el acto de terror puede ser así el principio de un orden pacífico fundado en la virtud y el derecho. De aquí cabe extraer dos conclusiones: 1) que un orden jurídico puede surgir de la fuerza y 2) que lo único que puede autorizar una revolución es su éxito. Aquí podríamos parafrasear a Lacan quien afirma que un analista se autoriza por sí mismo y afirmar con Slavoj Zizek que una revolución se autoriza a sí misma e incluso se justifica a sí misma retroactivamente.

III. El proton pseudos del derecho

La relación de Kant con la revolución francesa no es anecdótica, pues nos introduce a una perspectiva más general sobre el poder y su fundamento. El origen natural, violento, por lo demás, del régimen revolucionario no es una excepción. Lo más probable es que todo orden político naciera de la violencia, o en cualquier caso del juego de inclinaciones naturales patológicas. La socialidad inicial del hombre, la que se expresa a través de sus inclinaciones patológicas, lo conduce a intentar imponerse a la libertad de los demás y « movido por la ambición, la sed de dominio o de posesión, a hacerse un lugar entre sus compañeros, que no puede soportar, pero de los que no puede prescindir. » De este modo, los hombres terminan teniendo un amo, un amo que, sin embargo no es ni más ni menos que otro hombre. Sin embargo, ningún orden político es mera violencia: también incluye un mínimo de juridicidad, esto es de respeto a la libertad de los individuos y es capaz de desarrollo en un sentido racional, con lo cual « un acuerdo patológicamente arrancado puede transformarse para constituir la sociedad en una totalidad moral » (IH, Prop. 4).

Por ese motivo no debe inquirirse el origen del poder político. Hacerlo amenaza la propia vida civil y retrotrae, al menos a quien pregunta por ese origen, al estado de naturaleza. Lo único que moralmente es aceptable es dar por supuesta la moralidad del soberano, incluso cuando las medidas que adopta son aparentemente injustas. Siempre es preferible a toda rebelión hacer « como si », « als ob » existiera el orden jurídico. « El súbdito que no se encuentra en estado de rebelión debe poder admitir que su soberano no quiere hacerle ninguna injusticia » (Teoría y práctica, FR 47)

La prohibición rigurosa de la mentira que defiende Kant, incluso en casos en que la mentira se pretenda justificar por humanidad tiene, sin embargo tres excepciones: en la Pedagogía declara Kant que debe ocultarse a los niños todo lo que tiene que ver con la sexualidad y la reproducción, y deben dismularse las diferencias de rango social; en la Doctrina del derecho, lo que deberá ocultarse es el origen del poder. La humanidad del hombre se manifiesta así como ocultación de la bestia pulsional o violenta. En lo que a la política se refiere, esta ocultación constituye una primera mentira, un proton pseudos a partir del cual puede establecerse un discurso coherente que disimula adecuadamente la ocultación inicial. Este proton pseudos es el contrato social fundador de un orden político racional que, independientemente de su realidad como hecho histórico, debe funcionar como ficción, como idea reguladora de un orden político acorde al derecho, en el cual el soberano debe legislar como sí el contrato social hubiera exisitido. Noes preciso considerar el contrato social o contrato originario que une las voluntades particulares en una voluntad « general y pública » como un hecho « factum »: « Se trata, al contrario, de una simple idea de la razón, pero que tiene una realidad (Realität) (práctica) indudable en cuanto obliga a cada legislador a que dé sus leyes como sí éstas pudieran haber emanado de la voluntad colectiva de todo un pueblo y a que considere a cada súbdito, en tanto éste quiera ser ciudadano, como si hubiese contribuido a formar con su voto una voluntad semejante. Pues ésta es la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública. » (TP, FR, 39 Ak 297).

Detrás del contrato social se oculta, sin embargo, el origen histórico, natural y violento del poder, el trauma inicial del Estado moderno. Quien se atreva a investigarlo, afirma Kant, debe declararse Vogelfrei1, homo sacer. « El origen del poder político es inescrutable desde el punto de vista práctico para el pueblo que está sometido a él; es decir que el súbdito no debe razonar prácticamente obre este origen, como sobre un derecho controvertido (jus controversum) con respecto a la obediencia que le debe. Porque, puesto que el pueblo, para juzgar válidamente el poder soberano de un Estado (summum imperium) debe ya ser considerado reunido bajo una voluntad legislativa universal, no puede ni debe juzgar de otra manera más que como agrade al poder soberano existente.[....] Porque si el súbdito que investiga hoy este último origen qusiese resitir a la autoridad existente debería ser castigado con toda razón, expulsado o desterrado (como proscrito- vogelfrei-, exlex) en nombre de las leyes de esta autoridad. Una ley que e tan santa (inviolable) que aun es un crimen en la práctica ponerla en duda, y por consiguiente impedir su efecto por un solo instante, es conebida de tal suerte que no debe ser mirada como procedente de los hombres, sino de algún legislador muy grande, muy íntegro y muy santo [...] ». Principios metafísicos del derecho Segunda parte, XLIX, Observación general, p. 133, Weischedel, Band VIII, 437-438).

Como reverso del orden político, incluso del Estado de derecho, existe siempre una esfera oscura en la que no sólo se encuentra el pasado, el origen del ordenamiento político, sino un presente en el que la guerra civil del Estado de naturaleza puede volver a plantearse entre el Estado y el individuo demasiado curioso. Es peligroso saber demasiado. Esta vez, vemos los límites del lema que asigna Kant a la Ilustración Sapere aude. Podemos afirmar que Sapere non ausus est. La Ilustración política -pero lo mismo podría decirse de la Ilustración en general- tiene un límite interno en su relación con su propio fundamento histórico y natural. Sólo la ocultación o la mistificación de este fundamento hace posible pensar la sociedad capitalista como rgida por una legialación únicamente jurídica. Del mismo modo que la economía política sólo es posible ocultando la expropiación originaria del trabajador en la « llamada acumulación originaria » bajo un halo de misterio o de moralina, la idea ilustrada de un Estado de derecho exige una ocultación en términos similares de la acumulación originaria de violencia y terror que sirve de fundamento a un Estado que dice basarse en el derecho y la virtud..


IV Spinoza "vogelfrei"

Frente a esta alternancia de terror y virtud, de naturaleza y derecho que produce efectos obscurantistas en cuanto al conocimiento y despóticos en cuanto a la política, Spinoza indica un camino que nunca fue transitado por la Ilustración mayoritaria, al atreverse a sostener que ni la comunidad política ni el poder. tienen origen ni justificación. Comprenderemos por qué Spinoza pertenece a la línea maldita sólo con atender al modo en que declara su principal diferencia respecto de Hobbes en la Carta L a Jarig Jelles FECHA: TEXTO.
La respuesta a Jarig Jelles contiene dos elementos:
1) el mantenimiento del derecho natural (ius naturale) sin que quepa pensar ninguna superaci ón de éste
2) el hecho, derivado del anterior de que el poder del soberano sobre sus súbditos sólo se basa en una correlación de fuerzas.


"Tantum iuris quantum potentiae": el derecho, entendido como capacidad de obrar efectiva se extiende hasta donde llega la potencia del individuo. Este principio por el que se expresa el derecho natural es válido tanto para el soberano como para el súbdito. A partir de aquí, el conjunto de los conceptos de la teoría política clásica se ve trastocado:

1. la obediencia no resulta de la "legitimidad" del poder, sino de la capacidad del soberano de producirla mediante el temor y la esperanza TEXTO

2. la palabra dada, en el orden pasional propio de la política, sólo es válida mientras el pacto por ella establecido siga siendo "útil": "ningún pacto puede tener vigor sino por el hecho de que es útil, [...]una vez desaparece su utilidad, pierde toda vigencia; es por consiguiente insensato que un hombre pida a otro que se comprometa eternamente si no se esfuerza al mismo tiempo por hacer que la ruptura del pacto suponga para quien lo ha roto, más daños que beneficios: es éste un aspecto importante en la institución del Estado" (TTP, cap. XVI, Appuhn p.265)

Sabemos que Spinoza utiliza en el TTP -un texto de intervención política- el lenguaje del contrato social. Sin embargo, las consecuencias del contrato serán muy limitadas, pues antes y después del contrato se mantendrá el régimen de las pasiones humanas. en toda su intensidad y la palabra dada sólo tiene valor mientras el soberano genere obediencia en el súbdito y este siga movido por la misma esperanza y el mismo temor que le condujeron al pacto de sujeción. La violencia pasional de un supuesto estado de naturaleza se mantiene para Spinoza en el estado civil, incluso en las condiciones formales de un supuesto contrato. En el TP y en la Ética desaparece toda referencia al contrato. La idea iusnaturalista de un origen siempre ya jurídico del derecho se abandona en favor de la afirmación, sustentada en la Ética de que la comunidad política constituye una individualidad de rango superior al individuo que permite a este alcanzar una mayor capacidad de obrar que una hipotética vida solitaria. La hipótesis del hombre solitario presocial se descarta ´y con ella la idea de todo origen de la sociedad y de la unión política. El hombre, es en efecto, demasiado débil como individuo aislado para que su derecho natural pase de ser una mera hipótesis abstracta: "Como en el estado de naturaleza cada uno es dueño de sí mismo mientras pueda evitar ser oprimido por otro, y que es vano esforzarse solo en defenderse frente a todos, cuando el derecho natural humano se determina por la potencia de cada uno, ese derecho será en realidad inexistente o, por lo menos, sólo tendrá una existencia puramente teórica pues no se tiene ningún medio de conservarlo" (TP §15) Un estado de naturaleza presocial y prepolítico es así una hipótesis abstracta y casi mítica. El derecho natural está siempre ya basado en lo común: "Llegamos, por lo tanto a la siguiente conclusión: que el derecho natural en lo que se refiere propiamente al género humano difícilmente puede concebirse salvo cuando los hombres tienen derechos comunes, tierras que pueden habitar y cultivar juntos, cuando pueden velar por el mantenimiento de su potencia, protegerse, repeler toda violencia y vivir según una voluntad común a todos. Efectivamente, cuanto mayor sea el número de quienes así se hayan reunido en un cuerpo, mayor será también el derecho que tengan en común." (TP §15)

En la política spinozista no desaparecen en ningún momento ni las pasiones ni la violencia, pues estas no caracterizan un origen mítico presocial o prepolítico de la comunidad humana, sino que caracterizan la propia existencia humana en cuanto inevitablemente está sometida al régimen de las pasiones. Ciertamente, también puede exisitir una vida humana sometida al régimen racional, pero ese modo de vida, si bien puede verse favorecido por una sociedad con mejores instituciones, y en particular por aquella que se da unas instituciones democráticas, jamás puede prevalecer. Ningún régimen podrá cambiar la naturaleza del hombre, ,pues, como afirma el TTP, los hombres pasionales "no están más obligados a vivir según las leyes de un alma sana que el gato según las leyes de la naturaleza del león." (TTP, cap. XVI). Al hacer posible que el antagonismo aparezca como un elemento constitutivo de la relación política, Spinoza no necesita ocultar el origen del poder ni tampoco debe declarar ningún origen preciso para justificarlo. El origen del poder es su ejercicio cotidiano, su permanente reproducción. Spinoza establece así un jalón en el programa de una historia y de una política materialistas y tal vez Michel Foucault se equivocara en los años 70 al afirmar que " il faut couper la tête du roi et on ne l'a pas encore fait dans la théorie politique." Una lectura atenta de los textos de Spinoza muestra que esta decapitación teórica ya fue operada hace más tres siglos..

La mayor blasfemia de Spinoza frente a la teoría política clásica es la de haber mostrado el carácter imaginario de toda idea de origen de la sociedad y del orden político. En ese sentido, va más allá del rebelde curioso que indaga el origen del poder y que, según Kant merece ser declarado proscrito, vogelfrei: Para Spinoza, la rebeldía que denuncia la violencia originaria en que se basa todo poder permanece presa en la propia lógica de la legitimidad. Sólo una concepción de la política que pueda dar un lugar al antagonismo y a la pasión como la que propone Spinoza evita caer en el peligroso autoengaño de quienes creen posible una sociedad sin división ni conflictos y permite una real afirmación de la libertad.

1sein leib soll frei und erlaubt sein allen leuten und thieren, den vögeln in den lüften,-permissus avibus-  den vischen im waßer, so daß niemand gegen ihn einen frevel begehen kann, dessen er büßen dürfe Wigand, Das femgericht Westphalens. Hamm 1825. S. 436 citado en Jacob Grimm, Andreas Heusler und Rudolf Hübner: Deutsche Rechtsaltertümer. 4. Auflage Leipzig 1899. Unveränderter Nachdruck. 2 Bde. Darmstadt 1994, p. 59.

Del sujeto dividido a la lucha de clases: usos materialistas de la "no relación" en el psicoanálisis y en el marxismo


"Del sujeto dividido a la lucha de clases: usos materialistas de la "no relación" en el psicoanálisis y en el marxismo" 
Juan Domingo Sánchez Estop
(Madrid, 15 de marzo de 2011))

[Introducción: 1. Actualidad: revoluciones imprevistas e irrepresentables. 2. Masas y multitudes. 3. Freud y el comunismo. 4. Freud "reaccionario" y Los equívocos del freudo-marxismo . 5. Otro nexo entre marxismo y psicoanálisis (Lacan)]

1. La irrupción en la actualidad de un nuevo movimiento revolucionario que hoy recorre el mundo árabe, y que ya empieza a tener ecos en lugares tan alejados de éste como China o el Estado de Wisconsin, es un desafío a las categorías y saberes establecidos. Toda revolución lo es, en cuanto constituye un reto lanzado por lo imposible a la impotencia siempre expresada en lo posible. En primer lugar, la absoluta imprevisibilidad de los levantamientos constituye un desafío al materialismo histórico como sistema racional de determinación de formas de causalidad social e histórica. No es la primera vez que esto ocurre, pues ya Gramsci afirmaba en un famoso artículo de L'Unità que la revolución rusa de 1917 se hizo « contra El Capital », esto es en ruptura con el determinismo de matriz económica que el marxismo mayoritario ha creido reconocer en la obra mayor de Marx. En segundo lugar, es también un desafío a ciertas posiciones psicoanalíticas como la de Freud en la Psicología de las masas, pues los aparentemente espontáneos movimientos de multitudes que se están produciendo poco tienen que ver con una masa unificada y homogeneizada por un líder, objeto único de los los distintos individuos de la masa que han renunciado a su ideal del yo en su favor.

2. Lo que tenemos ante nuestros ojos no son estrictamente masas, sino multitudes, en las que cada singularidad se autoriza a sí misma y autoriza a otras a actuar. La diferencia entre masa y multitud resulta así patente: la masa es autorizada por un líder, la multitud puede autorizarse a sí misma, la masa es indiferenciada y serial, la multitud un conjunto abierto de diferencias. Lo que observamos también en esa multitud es el hecho, amargamente lamentado por cierta izquierda, de que no se atenga a las expectativas de un análisis de clase y no se vea dirigida por una vanguardia revolucionaria. La multitud plural que vemos actuar tiene, en efecto, un aspecto sociológicamente interclasista y se presta mal a la constitución de una representación especular del enfrentamiento de una clase con otra. La multitud sale de la lógica del Uno de la totalización y de la representación que funda la teoría política clásica de la modernidad occidental desde Hobbes, para afirmarse como conjunto difuso de singularidades que abre y mantiene abierto un espacio y un tiempo constituyentes. Sin embargo, tampoco la lógica binaria de la lucha de clases como enfrentamiento de intereses de clase contrapuestos le es aplicable. Tenemos así una revolución sin sujeto y sin líneas de frente (salvo allí donde, como en Libia, la reacción interior y exterior ha salvado las formas representativas imponiendo una dinámica de guerra civil).

Estas observaciones al hilo de la actualidad política dan cuenta de la perplejidad, tanto práctica como teórica, en que se ve envuelto en circunstancias como las actuales cierto marxismo tradicional que fundamenta su acción y su comprensión de la realidad en el determinismo económico y en la lógica del Uno y de la representación. La reacción de las izquierdas gubernamentales latinoamericanas ante la crisis árabe y, sobre todo, ante la insurrección libia es ejemplar a este respecto. Creemos, sin embargo que en el psicoanálisis y en la propia obra de Marx, se encuentran algunos elementos que permiten salir de esa perplejidad y con ella del estancamiento y la impotencia teórica y práctica que aquejan hoy a a la izquierda. En ese esfuerzo reconocemos como antecesores a Alain Badiou, Jacques Rancière y Jorge Alemán, tres de los pensadores que han intentado determinar un nuevo tipo de enlace entre la izquierda y el psicoanálisis lacaniano.

3. El encuentro entre el psicoanálisis y el marxismo tuvo desde el principio un carácter problemático. Para Freud el marxismo se presentaba como una variante del optimismo de las Luces, una ideología que aspiraba a la reconciliación universal y a una posible paz perpetua, tras la violenta resolución de las contradicciones del capitalismo.1 En otros términos, el comunismo se presentaba como un utópico estado de equilibrio homeostático en el cual el principio de placer realizaba sus objetivos a través de la mediación de un principio de realidad puesto a su servicio. « Los comunistas, sostiene Freud, creen haber encontrado la vía para librar al hombre del mal. El hombre es inequívocamente bueno, tiene buena intención hacia el prójimo, pero la institución de la propiedad privada ha corrompido su naturaleza .[...] Si se suprime la propiedad privada [...]la malevolencia y la hostilidad desaparecerán entre los hombres. Dado que todas las necesidades estarán satisfechas, nadie tendrá motivos para ver en el otro su enemigo; todos se someterán con entusiasmo al trabajo necesario » (Freud, Malestar en la cultura,V, (PUF, p. 55). Esta presunta solución económica es calificada por Freud como una « ilusión inconsistente », pues la supresión de la propiedad privada elimina sólo uno de los resortes de la agresión, pero no el más importante que no es sino la pervivencia necesaria de la pulsión de muerte como rasgo estructural del ser humano. La aspiración del marxismo a una sociedad unificada y coherente choca, efectivamente, con la irreductible división del sujeto que Freud pone de relieve, división que no es sólo la que distingue el yo y el ello, sino la que opone y articula las dos pulsiones fundamentales, eros y thanatos, pulsión erótica y pulsión de muerte. El descubrimiento de la pulsión de muerte, cuyas manifestaciones más evidentes son traídas a escena por la guerra de 1914-1918, pone fin en Freud al ensueño ilustrado de una sociedad definitivamente pacificada, pero sobre todo a la idea de que el objetivo del psicoanálisis pueda ser nunca alcanzar un sujeto coherente y normalizado. La violencia, la irreductible bestialidad humana resisten a toda civilización; son un dato esencial del ser humano que da cuenta de su lado destructivo. Tal vez esta constatación sin ilusiones, que se opone a los ideales de Paideia de la ética aristotélica y a todas las ilustraciones sucesivas sea lo que mejor protegió al psicoanálisis de la ola fascista que intentó restablecer por la violencia la coherencia perdida.

4. Desde una perspectiva « progresista », Freud aparece, sin embargo, como un reaccionario, un pesimista antropológico inclinado incluso algunas veces a apoyar fórmulas políticas autoritarias tal como hace en su respuesta a Einstein en ¿Por qué la guerra?. Su reconocimiento de la existencia de una pulsión destructiva en el hombre, de una pulsión de muerte, fue, como se sabe, uno de los aspectos de la obra del fundador más controvertidos para el psicoanálisis posterior a Freud, que se apresuró a hacer caso omiso de este descubrimiento en favor de fijarse como objetivo final de la cura un yo integrado y coherente, un yo « positivo » acorde con la economía del principio de placer articulado al principio de realidad y con la economía capitalista en general. En este rechazo de la pulsión de muerte, la corriente mayoritaria del psicoanálisis vino a coincidir con el freudomarxismo que reivindicaba el eros y el principio de placer como aspectos fundamentales de una personalidad sana e integrada. El reconocimiento de la pulsión de muerte como determinante fundamental del psiquismo va a contracorriente de la tendencia ilustrada y progresista en que se mueven tanto la ideología burguesa mayoritaria como la corriente progresista mayoritaria dentro del marxismo y el socialismo.

Con todo, la pulsión de muerte no es mera destrucción: su posible enlace con el eros, su inscripción dentro de un discurso que la limita es un elemento indispensable de la historicidad del ser humano. Frente al orden compacto de una sociedad dominada por los dos grandes consensos liberal-democrático y capitalista que definen, según los sucesores de Kojève, el fin de la historia, la pulsión de muerte y la irreductible división del sujeto que esta entraña introducen una cuña en la totalidad imaginaria del ego y de la sociedad, abriendo un espacio para el conflicto, el antagonismo y la política2. De lo que se trata, para Freud, pero también para un Marx liberado del marxismo es de pensar órdenes sociales marcados no ya por una vocación homeostática de eternidad, sino por su intrínseca finitud y mortalidad, por su división interna insuperable. Sólo en estas condiciones, es posible, en efecto, pensar la política. En esto, Marx y Freud están quizá mucho más de acuerdo de lo que parece en contra del marxismo mayoritario y del psicoanálisis de la IPA, pues Marx no ve en el comunismo el fin de la historia, sino su comienzo. Tanto en Marx como en Freud, de lo que se trata es de liberarse de la economía como mecanismo de equilibrio y de totalización imaginaria: sólo en un más allá de la economía es posible pensar la problemática y conflictiva libertad que corresponde al animal hablante.

5. Creemos posible un enlace no progresista ni económico entre psicoanálisis y marxismo, diferente del propuesto por unos freudomarxismos que defendieron, haciéndolo pasar por una transgresión, el imperativo de goce que domina nuestra sociedad. La verdadera transgresión, la única posible es la que rompe con la lógica económica centrada en una permanente promesa de satisfacción de los objetivos del principio de placer. Esta transgresión fundamental del principio de equilibrio que rige la economía tiene un nombre lacaniano: « non rapport sexuel », « no relación sexual ». Su correlato marxista es una concepción no imaginaria de la lucha de clases. Nos centraremos, por lo tanto en las dos « no relaciones » que estructuran al sujeto como sujeto dividido como perteneciente a uno u otro sexo y a la sociedad como escindida en y por la lucha de clases. Si queremos poner palabras a las dos tesis correspondientes, las podremos sintetizar en la fórmula lacaniana « no hay relación sexual » y en la fórmula que utiliza Marx en su carta a Weidemeyer: « la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado », en otros términos: « no hay relación social ». La aplicación de ambas fórmulas nos conducirá al reconocimiento de que la no relación reconocida por Lacan en cuanto a la sexualidad humana, también se aplica, si se lee adecuadamente la obra de Marx a la supuesta « relación social ». Por otra parte, veremos cómo la idea de dictadura del proletariado coincide con la desaparición con el proletariado como clase y no con su perpetuación a través de formas de representación del proletariado como totalidad. El proletariado nos aparece así como un « no-todo », un « pas-tout » que corresponde al lado femenino. Quizá allá que dar la razón y a la vez la vuelta , al menos en lo que se refiere a los tunecinos, al viejo proverbio xenófobo marroquí que afirmar que: « Los argelinos son perros, los tunecinos mujeres y los marroquíes leones. » En las últimas revoluciones las « mujeres » se están llevando la parte del león.



  1.  La no relación sexual

[1.Como principio básico del descubrimiento de Freud: el sentido del determinismo sexual.  2. El sujeto dividido por el lenguaje: animal loquens. 3. Lenguaje distinto de un aparato instintivo: ni naturalidad del lenguaje ni language instinct. La entrada en el lenguaje como ruptura. El Edipo, la castración y el nombre del Padre. 4. Significante y sujeto. 5. El falo como significante "común" a los dos sexos: la sexuación. No hay relación sexual. ]


1. El escándalo que supone la obra de Freud suele asociarse con el descubrimiento de la etiología sexual de las neurosis y con la tesis general de la determinación sexual de la actividad inconsciente. Este escándalo es, sin embargo, un escándalo menor, un escándalo que sólo afecta a ciertos tabúes morales del puritanismo decimonónico y que, hoy en gran medida, ha quedado neutralizado por la moral sexual permisiva de nuestras sociedades liberales. Ciertamente, el propio Freud, en un momento inicial, pudo tener la tentación de considerar que la cura de las neurosis podía consistir en una completa liberación sexual, que de lo que se trataba era de liberar el deseo a la manera de las contraculturas de los años 60. Esto es lo que aún se aprecia, por ejemplo, en su correspondencia con Fliess donde la etiología sexual de la neurosis se identifica con la mera represión sexual y se propone explícitamente como cura: « La única alternativa -según Freud, a la neurosis- sería la libre relación sexual entre jóvenes varones y mujeres de condición libre, pero esto sólo sería viable si existieran métodos contraceptivos inocuos. » (Cf.Freud a Fliess, Borrador B. Sobre la etiología delas neurosis). Este texto constituye un curioso punto de encuentro entre un mito de la contracultura y el paraíso islámico, pero, aunque se confunda con la primera y última palabra de Wilhelm Reich, dista de ser la última palabra de Freud sobre la sexualidad. El fundamento de la solución que propone tiene ciertamente que ver con la etiología sexual de las neurosis, pero parte como vemos del ideal de una relación sexual completa y satisfactoria, de una imaginaria complementariedad de los sexos en la madurez genital.

El problema de la determinación sexual de las neurosis y, más en general, del psiquismo humano tiene una dimensión más radical, que hace palidecer el pequeño escándalo moral de la supuesta liberación sexual, pues su punto de partida es el hecho clínicamente constatado de que no existe forma « normal » de la sexualidad humana. La sexualidad en el ser humano no obedece a la normalidad y la regularidad del instinto, sino que, como demuestran los Tres ensayos sobre la teoría sexual (1900) de Freud, es esencialmente perversa y aberrante desde el punto de vista de sus objetos y de sus objetivos de satisfacción. De ahí que Freud definiera al niño como « perverso polimorfo » y sostuviera que las formas aparentemente « naturales » de sexualidad resultan tan problemáticas como las llamadas « perversas ». De ahí su afirmación de que « la independencia de la elección de objeto respecto del sexo del objeto, la libertad de disponer indiferentemente de objetos masculinos o femeninos » es considerada por el psicoanálisis como « la base originaria a partir de la cual se desarrollan, tras una restricción en un sentido o en otro, el tipo normal así como el invertido. [...] Desde el punto de vista del psicoanálisis, por consiguiente, el interés sexual exclusivo del hombre por la mujer es también un problema que requiere explicación y no algo evidnete y que habría que atribuir a una atracción quílmica en su fundamento ». (Freud, Tres ensayos, Las aberraciones sexuales, nota añadida en 1915.). No existe, efectivamente, en el hombre una relación natural entre los dos sexos comparable a la complementariedad imaginaria que estos tienen en el mundo animal, donde, merced al instinto, puede decirse que ambos sexos « encajan », están en relación. Ciertamente, la especie humana llega a reproducirse y se producen las operaciones y combinaciones de material genético necesarias para ello, pero esto sólo ocurre a través de un proceso complejo y azaroso mediado por el lenguaje. La supuesta madurez genital de la sexualidad, que supuestamente culminaría una evolución desde formas de sexualidad perversas supuestamente « primitivas » o infantiles es más un ideal social -asumido y desarrollado por las tendencias psicoanalíticas de influencia norteamericana- que una realidad clínica o un objetivo posible de la cura. No existe en el animal hablante ni una norma ni una normalidad sexual que pueda determinarse y aun menos perseguirse.

3. Este apartamiento radical de toda economía instintiva está relacionado con el hecho de que el hombre es de manera no contingente, sino esencial, animal loquens. Este hecho ya constatado por Aristóteles y por buena parte de la tradición filosófica, tiene, sin embargo, un sentido particular en el psicoanálisis, pues el enlace que el psicoanálisis tematiza entre lenguaje y sexualidad hace perder al lenguaje todo carácter « natural ». A diferencia de lo que sostiene Aristóteles o de lo que afirman hoy los psicólogos cognitivistas defensores del « language instinct » como Steven Pinker, para el psicoanálisis lacaniano el lenguaje no es ningún equipamiento instintivo ni natural del ser humano. El lenguaje tiene poco que ver en el animal hablante con equipamientos instintivos tales como el sónar de los murciélagos caro a los teóricos del instinto lingüístico.

El ser humano entra en el orden del lenguaje, en el orden del significante, no a través de la maduración de una capacidad instintiva innata, sino mediante una ruptura típicamente ilustrada por el mito de Edipo, ruptura que representa también el abandono definitivo del instinto y de las necesidades animales. El animal hablante pasa así de la satisfacción inmediata, imaginaria, que le aporta la fusión con la madre, a una separación de esta motivada por la irrupción de la tercera persona del drama familiar infantil que es el Padre. El Padre representa a la vez la ley y el lenguaje: la ley que excluye la satisfacción inmediata y fusional, y el lenguaje que, simultáneamente, permite e impone que toda búsqueda de satisfacción se vea mediada por una demanda, por un enunciado verbal dirigido a otro. El fin de la relación fusional con la madre se denomina castración, pues castración no es sólo amenaza de ablación de un órgano físico como en la resolución clásica del conflicto edípico, sino « privación de la mujer », como en el mito del Padre de la horda. La castración, el corte, la ruptura por excelencia, es lo que determina el ingreso en el orden del significante y el abandono del orden instintivo y puramente imaginario. Esto trae consigo una pérdida irrecuperable. Por otra parte, el lenguaje nos permite e impone una demanda que siempre se queda corta en relación con el deseo. El deseo nunca renuncia al objeto perdido, pero el objeto perdido, a su vez, nunca es representable en la demanda, no puede simbolizarse en el lenguaje. Entre demanda y deseo queda siempre un resto irrepresentable que es la causa del deseo. Estrictamente, se trata de un objeto perdido, de una nada, de una carencia (un manque) que tiene estatuto de causa. De ahí que la cadena del deseo, « the train of desires », coextensiva con la propia vida según Hobbes, sea un proceso infinito en el cual, de un significante se pasa a otro dentro de una sucesión metonímica sin límites, movida por la reiteración de esa irremediable carencia.

Junto a esta cadena metonímica que se expresa en el deslizamiento de un significante a otro en el proceso infinito del deseo, tenemos un orden metafórico en el cual cada término pueden ser sustituido por otro. Es lo que en lingüística se ha llamado el orden paradigmático y que en el psicoanálisis lacaniano tiene una función inaugural, una función de ingreso en el orden del lenguaje, pues la metáfora inicial con la que el sujeto entra en el orden lingüístico no es otra que la metáfora paterna, el Nombre del Padre que sustituye al significante primordial, el falo, que no era inicialmente sino el significante del deseo de la madre. Esta sustitución constituye la castración simbólica. La relación al nombre del Padre será, por lo demás, esencial a la hora de constituir una realidad, un mundo con otros, a través del orden del significante. La completa exclusión del Nombre del Padre conduce a la psicosis, a la pérdida de una realidad que sólo existe para el animal hablante como tal realidad en tanto que simbolizada en la cadena significante.

4. La entrada en el orden del significante es también simultánea a la constitución del sujeto. El sujeto no preexiste al lenguaje, sino que, estrictamente es un efecto del lenguaje y más precisamente de la cadena significante. Por ello, no puede afirmarse que el lenguaje sea un instrumento de comunicación, un sistema de signos, pues un sistema de signos, de pares significante-significado, supone ya la existencia del sujeto que se vale de ellos para comunicarse con otros. La tesis lacaniana es en esto sumamente radical: lo que se tiene primordialmente en cuenta en el lenguaje no es el signo, sino el significante, esto es la materialidad del signo lingüístico saussureano. Lo que determina el surgimiento del sujeto como tal es el significante, siendo el significado un efecto del significante. La definición lacaniana del significante no parte del concepto de sujeto como ocurre con la de signo, sino de la relación entre significantes. Será, por consiguiente una dfinición o determinación indirecta. Un sujeto representa una cosa para otro sujeto mediante un signo; mientras que « un significante representa a un sujeto para otro significante ». La materialidad de la palabra, el significante separado del significado y puesto en posición de anterioridad respecto del significado, determina a un sujeto que, como el pueblo según el Leviatán de Hobbes, sólo puede ser en tanto que representado, que sólo existe como tal en y por su entrada en el orden del significante. Por otra parte, el significante es algo que siempre está en el lugar del Otro. Esto es algo que, incluso empíricamente puede comprobarse por el hecho de que venimos a un mundo en que existe siempre ya un lenguaje constituido, en el que se nos nombra. Las palabras que usamos son siempre las palabras del Otro que constituye el tesoro de los significantes. Esto hace que el sujeto, más que hablar « sea hablado » por la propia cadena significante. El sujeto no es el que habla, sino lo que es hablado, por un ello que es lo que realmente habla: « ça parle ».

5. Dentro de este contexto, la diferencia sexual, la sexuación, se plantea en Lacan, no en términos de diferencia fisiológica, sino de relación a un significante primordial, el falo. La particularidad de la sexualidad humana es que, a diferencia de la sexualidad animal regida por el instinto y la identificación imaginaria, está enteramente determinada por el lenguaje, por el orden significante en que habita el animal hablante. No hay en este plano del significante dos sexos orgánicamente definidos que se complementen, sino un sólo significante para los dos sexos: el falo. Como sostiene Lacan en un provocativo ejemplo que propone en RSI (p.106): « Le singe se masturbe, c'est bien connu! Et c'est en quoi il ressemble à l'homme, c'est bien certain! [...] La seule différence entre le singe et l'homme, c'est que le phallus ne consis­te pas moins chez lui en ce qu'il a de femelle qu'en ce qu'il a de dit mâle, un phallus, comme je l'ai illustré par cette brève vision de tout à l'heu­re, valant son absence.” El falo no es el pene, no es un órgano natural, sino un significante cuya fundamento es una propiedad del órgano viril: « El falo, afirma Lacan, es pensable como excluido »3, pues es « aislable en sus funciones de tumescencia y destumescencia ». Como significante es originariamente el significante del deseo de la madre, ese imposible falo materno que el niño viene a suplir a riesgo de su propia existencia como sujeto. El descubrimiento de la castración materna coincide con la amenaza paterna de castración dirigida al niño. El falo aparece así como algo separable, como un primer significante que puede estar o no estar, que el sujeto puede tener o no tener en una primera toma de distancia respecto de la naturaleza y lo orgánico. La relación de cada uno de los sexos al falo será distinta: uno lo tiene o hará como que lo tiene, y otro lo es o hará como que lo es, pero ambos sexos se determinarán como tales en relación exclusivamente al falo y al goce fálico. Esto determina el surgimiento de dos lógicas diferenciadas en la posición de cada uno de los sexos.

Para el lado masculino, tendremos una castración universal: todos los varones están castrados, con una excepción, la de al menos uno que no lo está. Existe al menos uno que no está castrado. Esta univrsalidad fundada en la excepción responde a la lógica de la función fálica fundada en la alternativa tener-no tener. El resultado es que, gracias a la excepción, se hace posible totalizar el conjunto de todos los hombres bajo una misma característica: la castración. La excepción en Lacan como en Carl Schmitt reafirma así la norma, confirma la regla. Del lado femenino, no puede decirse que la mujer, al no tener el falo, esté castrada. Por esta razón, no cabe excepción: no existe ninguna que no esté castrada. Esta frase puede leerse poniendo el énfasis y los paréntesis lógicos en distintos segmentos: « no existe ninguna que no (esté castrada) » o « no existe ninguna que (no esté castrada) ». En el primer caso tenemos que todas están castradas, lo que abre la posibilidad de una sexualidad fálica también para la mujer, pero también la de que no sea aplicable a ninguna la propiedad de « no estar castrada », lo que hace posible un tipo de goce distinto del fálico. En resumen, si puede hablarse de todos los hombres gracias a la castración, la no castración de la mujer no conduce a ninguna totalidad: las mujeres no son todas. Lo característico de la feminidad es el no-todo. Esto hace, que la relación a un mismo significante divida los sexos, pero de una manera no exhaustiva, pues, si bien estos son más de uno, ese más de uno no hace un dos, no constituye dos todos. Nos encontramos así con una falla que separa los sexos dentro de algo que jamás puede reconstituirse como un todo. No existe una relación formulable en términos de negación entre el hombre y la mujer que haga posible una negación de la negación. Si la mujer es el « no hombre », la negación del « no hombre » no da como resultado un retorno al hombre, sino una serie abierta. De ahí las fórmulas provocadoras de Lacan: No hay relación sexual o La mujer no existe y su manera de escribir La mujer con una barra sobre el artículo.

« El sexo es el destino » decía Freud. Aquí vemos cómo el destino es un destino infinito en el cual la dualidad no puede nunca conciliarse en uno, porque uno de sus dos términos no se atiene a la ley del Uno de la totalidad, sino a la del uno-a-uno o, más bien una-a-una. De este modo nos encontramos con una escisión incompleta y con un uno siempre fisurado. « No hay relación sexual » significa también no hay economía, ni ontología, no puede haber un orden del significante completo. La pulsión de muerte, el más allá del principio de placer, que no se detiene en ninguna satisfacción parcial impide todo equilibrio económico estable. Veamos ahora cómo la crítica de la economía política marxista encuentra también su fundamento en una escisión de los social análoga a la que acabamos de describir.


II. La no relación en el plano social

  1. Marx descubre el síntoma (Lacan). 2. Valor y explotación: la imposibilidad de una economía política. 3. Las clases como imposible "dualidad" (Marx, Althusser): dos no se concilian en uno. Un proletariado « femenino »

1. Afirma Lacan en varios momentos de su obra que Marx es el inventor del síntoma. Esta frase misteriosa se aclara cuando nos remitimos a la concepción lacaniana del síntoma como « retorno de la verdad como tal en la falla de un saber » (Lacan, Du sujet enfin en question, Ecrits I, p. 107). Marx es, en efecto quien cuestiona a la vez el saber absoluto de Hegel, « perturbando » los « ardides de la razón » y la coherencia de los equilibrios de la economía política obtenida por obra de la « mano invisible ». El descubrimiento de Marx es precisamente que el pretendido saber absoluto hegeliano o el equilibrio del mercado de los economistas sólo pueden presentarse como tales a costa de omitir las condiciones reales de existencia y las relaciones concretas y antagónicas de producción en que viven y producen los hombres reales. A la idea de un todo del saber o de la economía que funciona sin perturbaciones, Marx opondrá una determinación material y materialista de todo saber y una determinación de la propia existencia de la esfera económica por una relación antagónica fundamental. La crítica de Marx se ejerce así sobre las coherencias imaginarias postuladas por la ideología burguesa y sobre el pretendido saber en que estas se expresan, para abrir paso a una designación de lo real del antagonismo expresado en la lucha de clases. De ahí que Louis Althusser, paralelamente a Jacques Lacan reconociera en Marx lo que denomina una « lectura sintomal » de los clásicos de la economía política y de la filosofía, una lectura que « descubre lo no descubierto en el propio texto que lee, y lo refiere a otro texto, presente en el primero con una ausencia necesaria » (LA, LLC, I, 29).. La crítica es así lectura que se orienta a lo « invisible que se nos escapa como lapsus, ausencia, falta o síntoma teórico » (LLC, I, 27), esto es, lectura que se orienta a la verdad que se abre paso a través de la falla del saber. Esta falla del saber que hace imposible el funcionamiento del dispositivo teórico de la economía política y desrealiza su objeto, la supuesta esfera económica autorregulada, no es sino la abierta por la lucha de clases. La lucha de clases afectará en su mismo centro el proceso de producción del valor de cambio, pues toda producción de nuevo valor, de plusvalor es inseparable de la explotación de la fuerza de trabajo.

2. El elemento central de la crítica marxista de la economía política es como se sabe una crítica de la teoría del valor. La teoría del valor es fundamental en la obra de los economistas clásicos, pues a partir de ella se puede comprender la posibilidad de un intercambio generalizado de mercancías. El valor de cambio es, en efecto, esa propiedad de las mercancías que las hace intercambiables entre sí en proporciones determinadas, cualquiera que sea su naturaleza y sus características concretas. Para Marx, el trabajo socialmente necesario será la medida de todo valor de cambio. Ahora bien, el valor de cambio no surge de la nada. Para que exista en el mercado -y para realizarse como valor debe existir en el mercado- tiene que haberse producido. Su producción en el mercado mismo es imposible, pues, por definición, en el mercado sólo se intercambian equivalentes. Tendrá que haberse producido, por lo tanto fuera del mercado mediante la utilización de una mercancía particular capaz de producir valor. Tal mercancía es la fuerza de trabajo. Su utilización por el capitalista que la compra y la utiliza producirá nuevo valor, plusvalía que se realizará posteriormente en la venta de mercancías en que se incorpora el trabajo realizado con esa fuerza de trabajo integrada al capital.

Nos encontramos así en el núcleo mismo de la producción del valor de cambio con dos posiciones: la del capitalista, dueño del capital y del conjunto de los medios de producción y cuyo objetivo es aumentar el valor del capital que posee y el trabajador expropiado de los meidos de producción y que, para sobrevivir, debe vender su fuerza de trabajo como mercancía. La explotación capitalista es la victoria reiterada, la victoria estructural dentro del modo de producción capitalista de los capitalistas como calse sobre los trabajadores. La producción del valor se hace así indisociable de un antagonismo fundamental.
Lo que para Marx hará, en último término, imposible un sereno cálculo económico del valor es precisamente el hecho de que un acto violento, jurídicamente irrepresentable como es la explotación sirve de fundamento a toda creación de valor. Ese acto violento consistente en la apropiación por quienes poseen el capital de la plusvalía producida y por la consiguiente reproducción dentro del proceso mismo de producción de la expropiación del trabajador respecto de los medios de producción es la forma característica de la lucha de clases dentro del modo de producción capitalista. Por esa razón, Marx no reforma sobre una base más racional la economía política, sino que destituye enteramente a esa disciplina del carácter de ciencia y abre paso a una nueva concepción de la historia de las sociedades de clases como historia de las luchas de clases. No existe ni puede existir una economía marxista, pero ninguna concepción de la historia que no resulte disparatada puede prescindir hoy del punto de vista del materialismo histórico, esto es del punto de vista de la lucha de clases y de las relaciones de producción.

3. Esta afirmación debe sin embargo matizarse de inmediato, pues existen dos maneras de entender las luchas de clases y las relaciones de producción. Una de ellas es la de la economía política clásica la cual desde el Tableau économique de la France veía en las clases los distintos grupos a través de los cuales circulaba y entre los cuales se repartía el producto neto de la producción social. En este esquema las clases existen como realidades sociales en la circulación y reparto del producto aunque no tengan necesariamente que ver con su producción. Así, por ejemplo, en Quesnay, los campesinos, los terratenientes, los artesanos etc. Se reparten como clases de la sociedad un producto neto procedente del trabajo de la tierra. Del mismo modo en Adam Smith o en Ricardo, lo propietarios del capital y de la tierra y los trabajadores se definen como clases por su participación en el reparto de la riqueza. La gran originalidad de Marx consiste en haber desplazado el lugar de la definición de las clases de la distribución y reparto de la riqueza a su producción, que es indistinguible de la explotación. Este desplazamiento trastoca definitivamente la concepción de las clases, instalándolas en un ámbito de irreductible antagonismo. Efectivamente, cuando las clases se determinan en el proceso de distribución y circulación de la riqueza, la desigualdad entre estas puede verse como una « injusticia », como un reparto « injusto » de la riqueza social que es posible corregir mediante el derecho. De este modo, a pesar de las injusticias y conflictos de intereses, puede afirmarse que existe una sociedad y una relación social, un todo coherente que puede llegar a ser incluso armónico mediante la realización del derecho. Cuando, en cambio,las clases se definen dentro del proceso de producción-explotación-expropiación en que se produce el valor en el modo de producción capitalista, su antagonismo no puede verse como el resultado de una injusticia en el reparto de la riqueza. Desde este segundo punto de vista, el marxista, las clases no pueden ser entidades preexistentes a un enfrentamiento basado en diferencias de « intereses » como lo eran en la economía política, sino una realidad indisociable de ese propio enfrentamiento.

4. Louis Althusser afirmará a este respecto en su Respuesta a John Lewis que la lucha de clases no puede representarse como un partido de rugby con dos equipos preconstituidos antes del enfrentamiento. Las luchas de clases no son el enfrentamiento fortuito de dos grupos sociales que sus intereses dividen, sino el acto mismo, el enfrentamiento estructural y necesario, por el que se constituyen y reproducen estos mismos grupos sociales y en concreto las dos clases características del modo de producción capitalista. Retomando de nuevo los términos de Louis Althusser: la lucha de clases es anterior a las clases. Consecuencia de esta anterioridad de la lucha de clases a las propias clases será la imposibilidad de la relación social entendida como relación entre intereses más o menos comunes o más o menos conflicitivos de clases preexistentes. La sociedad no será así un todo coherente, sino una realidad internamente fisurada, pero la tesis de la prioridad de la lucha de clases sobre las clases tiene consecuencias sobre la consistencia de las propias clases, las cuales, si bien se presentan como dos en el esquema general del modo de producción capitalista, no llegan sin embargo a serlo enteramente. Lo que está en cuestión en la lucha de clases es, efectivamente, el poder que permite la apropiación-expropiación de los medios de producción. Ese poder desempeña un papel semejante al del falo en la sexuación: funciona como el significante común a las dos posiciones de clase. Por un lado están los capitalistas, grupo unificado por el hecho de no tener el poder político, de verse privado de él como sociedad civil, existiendo, sin embargo, al menos uno, el soberano que sí lo tiene. De este modo, puede comprenderse a la vez el carácter aparentemente apolítico del poder de clase capitalista y su coexistencia con un principio irrenunciable de soberanía. Por otra parte, tenemos al proletariado, privado por un lado del poder político, pero del que se puede decir que no hay ninguno que « no lo tenga ». El proletariado aparece así como una clase que puede tanto hacerse representar por un soberano (el Partido, nuevo Príncipe o el propio Estado burgués) o bien escapar a toda representación y ser multitud de la que no puede decirse que « no tiene el poder » y es capaz de autodeterminación más allá de la representación.

Ambas posiciones permiten pensar así más de una clase, pero no dos. El proletariado no constituye estrictamente la otra clase que hace dos junto a la burguesía, pues siempre presenta un suplemento irrepresentable que lo coloca del lado de lo que la filosofía política moderna denominaba multitud, lo de suyo irrepresentable. La imposibilidad de unificar, de totalizar bajo un uno al proletariado, impide que existan dos clases y que estas concilien sus intereses en un todo social, pues el lugar en que se articulan sus posiciones está fuera de lo simbolizable, en términos lacanianos sería « lo real » de la lucha de clases.

La posición de las clases en el registro de lo real en cuanto producto de su lucha tiene otra importante consecuencia expresada por Marx en su carta a Weidemeyer: la lucha de clases desemboca necesariamente en la dictadura del proletariado. Efectivamente, fuera del plano de la violencia que configura la dictadura de clase de la burguesía, todo esfuerzo por cambiar la realidad social de la explotación es rigurosamente impotente, pues allí sólo es posible la mediación de intereses sociales por el derecho o la contemplación consoladora de un todo económico o religioso. Lo imposible del fin del capitalismo sólo puede plantearse en el plano de lo real, en el plano de la lucha de clases y de la dictadura de clase. Cuando se trata de la dictadura del proletariado, se da, sin embargo una particularidad respecto de cualquier otra dictadura de clase. Como el proletariado se define exclusivamente por esa propiedad negativa que consiste en estar expropiado de los medios de producción y por no tener el poder necesario para apropiarse de ellos, el acto de apropiación del poder, el acto de dictadura que lo representase como clase debe necesariamente coincidir con su desaparición como tal clase. La dictadura del proletariado es la desaparición del proletariado y de la burguesía.

Conclusión
Este pequeño ejercicio lacaniano-marxista tiene un interés fundamental: mostrar que los intentos socialistas de mantener y perpetuar al proletariado una vez desaparecida -supuestamente la burguesía- ocultan necesariamente el mantenimiento de la burguesía bajo otra forma. Jacques Lacan calificó al socialismo soviético como una modificación del discurso del amo que caracteriza a la explotación capitalista. En esta nueva versión, el amo se ve sustituido por el saber aunque permanece debajo del saber, oculto, como su verdad. De este modo aparece un poder que es « todo saber » y que Lacan identifica con el discurso de la universidad. Todo esto parecería una simple abstracción de psicoanalistas, si el texto mismo de la intoducción de Stalin a la constitución soviética de 1936 no viniera literalmente a refrendarlo: « La clase de los terratenientes, como saben, ya ha sido eliminada como resultado de la victoriosa conclusión de la guerra civil. En cuanto a las demás clases explotadoras, han compartido la suerte de la clase de los terratenientes. La clase capitalista en la esfera de la industria ha dejado de existir. La clase de los « kulaks » en la esfera de la agricultura ha dejado de exisitir. Y los mercaderes y especuladores en la esfera del comercio han dejado de exisitir. De este modo, han sido eliminadas todas las clases explotadoras.
Queda la clase obrera.
Queda el campesinado.
Queda la intelligentsia. »
(Stalin, Sobre el proyecto de constitución de la URSS, 25 de noviembre de 1936)

La formulación empleada por Stalin coincide punto por punto con el discurso de la universidad lacaniano. El discurso de la universidad es una torsión del discurso del amo en la cual el amo es sustituido por el saber, aunque, por debajo del saber, en el lugar de la verdad, quien está siempre al acecho es el propio amo. Esto es lo que permite a Lacan criticar la revolución como una vuelta en redondo, una revolución en el sentido astronómico que desemboca en un cambio de amo. De lo que se trata en ese discurso es de representar al proletariado a través de un saber que lo evalúa, que valora la pertenencia a la clase de cada sujeto. Esto no abole, sin embargo, la irrepresentabilidad del proletariado como clase, lo cual queda representado en el matema del discurso de la universidad por el sujeto dividido, tachado por una barra, que se sitúa en el lugar de la producción. La irrepresentabilidad del proletariado es lo que lo constituye permanentemente en una clase al margen de las clases, al margen del reparto que constituye a las clases como elementos de la sociedad. En este sentido, los términos de Jacques Rancière que identifica la democracia con el gobierno de los que no son nadie y no tienen ninguna competencia ni título para gobernar y los de Marx, para quien la dictadura del proletariado es la conquista de la democracia vienen a coincidir.



1« Comme Freud rencontrait un jour un communiste ardent, ne se déclara-t-il pas – à la surprise de son entourage – « à moitié converti au bolchevisme » ? L’homme lui avait en effet annoncé que l’avènement de l’idéologie à laquelle il croyait amènerait quelques années de misère et de chaos, mais qu’elles seraient suivies de la paix universelle et de la prospérité générale. Sans le contredire, Freud lui avait alors répondu : « Eh bien, je crois pour ma part à la première moitié de ce programme. » » http://www.gerardmiller.fr/index.php/wilson/
2« Volonté de recommencer à nouveaux frais. Volonté d’Autre-chose, pour autant que« Les algériens sont des chiens, les tunisiens sont des femmes et les marocains sont des lions » tout peut être mis en cause à partir de la fonction du signifiant. Si tout ce qui est immanent ou implicite dans la chaîne des événements naturels peut être considéré comme soumis à une pulsion dite de mort, ce n’est que pour autant qu’il y a la chaîne signifiante. Il est en effet exigible en ce point de la pensée de Freud que ce dont il s’agit soit articulé comme pulsion de destruction, pour autant qu’elle met en cause tout ce qui existe. Mais elle est également volonté de création à partir de rien, volonté de recommencement ». J. Lacan, Le Séminaire, livre VII, L’éthique, Leçon du 4 mai 1960 . »

3Lacan, S XVII, L'envers de la psychanalyse, p.86